A pesar de la reconfortante conversación con Philliphe, para Sara, el viaje por el Atlántico hacia Nueva Orleáns fue un tiempo de incertidumbre. Al igual que en el hotel de Portsmouth, Philliphe había reservado camarotes separados para ellos a bordo del Belle María, y noche tras noche Sara dormía sola, tan virgen como cuando había salido del vientre de su madre.
Era un tema que no se atrevía a hablar con Philliphe. Pero la pregunta le brotaba hasta los labios una docena de veces al día. "¿Por qué?", "¿Por qué no busca mi lecho?".
Sabía poco acerca del matrimonio, pero sabía que el de ellos se desarrollaba de forma extraña. Philliphe era bueno con ella, la atendía con solicitud y trataba de mantenerla entretenida durante el largo viaje. Sin embargo, la intimidad que ella había creído que llegaría no llegó, ni física ni mentalmente. Philliphe parecía estar loco por ella, pero Sara sentía que no lo conocía más que el día en que había aceptado su proposición matrimonial. Era amable, educado y considerado, pero ¡no era apasionado!
La naturaleza gentil de Sara la llevó a culparse por la no consumación del matrimonio, y sencillamente nunca se le ocurrió que la responsabilidad podía ser de Philliphe. Se culpaba amargamente por su ininterrumpido estado de virginidad.
¡Si sólo ella fuera más hermosa, más mujer, en lugar de una niñita desgarbada!, pensó, desconsolada. Si sólo supiera más del mundo, de las formas de complacer a un hombre. Estaba segura de que era su propia inexperiencia la que mantenía a su marido lejos de ella. De forma ocasional, sentía deseos de hablar del asunto con Bernarda, pero su timidez se lo impedía. Era demasiado vergonzoso confesarle algo así a una criada.
Por fin reunió el coraje suficiente como para tocar el tema con Philliphe. Ni siquiera pudo pronunciar las palabras, pero Philliphe adivinó, y con sonrisa tensa dijo:
-Ah... sí, por supuesto, sé que te debe de parecer extraño, querida, pero pensé que quizá sería mejor si esperásemos. Nueva Orleáns es una ciudad hermosa y pensé que sería mejor para nosotros esperar hasta estar allí para... ejem... comenzar nuestra luna de miel.
Sara se sintió satisfecha y aguardó con ansiedad la llegada a destino, emocionada por la consideración hacia ella que demostraba Philliphe. Pero su preocupación por la falta de pasión de Philliphe no disminuyó. La acosaba, la atormentaba, y por más que ella se regañara diciéndose que era vulgar y ordinaria, no podía dejar de desear que él no fuera tan considerado.
El problema se veía acentuado por el hecho de que, como cualquier chica romántica de diecisiete años, Sara soñaba. Soñaba sueños exóticos que la hacían ruborizarse cuando despertaba. De noche, cuando escuchaba el romper de las olas contra la nave, su mente vagaba sin rumbo y se perdía en ensoñaciones que a veces la alarmaban y asustaban. Era una mujer casada, aunque no una esposa en el verdadero sentido de la palabra, y no tenía que seguir soñando con un desconocido alto, moreno y algo diabólico. Pero lo hacía. Todas las noches soñaba con él. Nunca le veía el rostro, pues siempre estaba en sombras, pero lo conocía tan bien como conocía el suyo. Los sueños eran vagamente aterrorizadores y a la mañana siguiente nunca podía recordar lo que había sucedido, pero sí recordaba que había sentido terror, que había habido peligro y aun dolor. Lo que recordaba con más claridad era una boca dura y firme sobre la suya y las emociones intensas que le despertaban unas manos fuertes sobre su cuerpo.
No había nadie con quien pudiera hablar de estos sueños extraños e intensos, y la avergonzaba el hecho de poder recordar los besos del hombre pero no su rostro. Más de una vez comenzó a decírselo a Bernarda, pero su timidez la hizo cambiar de idea. Había algo tan precioso para ella en esos sueños, que no estaba segura de querer compartirlos con nadie, ni siquiera con alguien tan gentil como Bernarda Gonzales. De modo que Sara los atesoraba y deseaba que llegara la noche. Porque la noche traía los sueños... y al hombre.
A pesar de todas las dudas y los temores, Sara se sintió encantada con Nueva Orleáns. Los balcones de hierro labrado del Viex Carré, las cosas increíbles que podían encontrarse en el Mercado Francés al igual que en los muchos comercios, los teatros y entretenimientos que ofreáa esa atractiva y seductora ciudad que se esparáa sobre las orillas del río Misisipí la llenaron de placer.
Extrañamente, cuando Philliphe volvió a reservar habitaciones separadas y algo ruborizado sugirió otra prórroga antes de gozar de "las delicias del matrimonio" (según sus propias palabras), Sara no se sintió sorprendida. Poco a poco comenzaba a aceptar la idea de que, por alguna extraña razón, su matrimonio era diferente de los demás y que cuando Philliphe creyera que era el momento indicado, descubriría las... ejem... delicias del matrimonio. No se angustió ante el retraso, pues comenzaba a preguntarse si "eso" sería tan horrible que Philliphe estaba tratando de evitarle el momento de espanto.
No obstante, siguió pensando en las intimidades del lecho nupcial, y la segunda noche en Nueva Orleáns, sacó el tema con timidez. Se preparaban para irse a dormir después de un agradable día de exploración por la ciudad y temiendo la idea de tener que meterse sola en esa cama gigantesca, Sara no pudo evitar pedirle a Philliphe que entrara en su habitación y le explicara, si quería, por qué no podían compartir la misma cama... que no tenían que hacer nada si él no quería.
Fue un momento incómodo. Sara se sintió mortificada por su propia audacia y Philliphe se ruborizó. Se quedaron mirándose sin decir nada, Sara increíblemente hermosa con una suave bata de seda color lavanda y Philliphe muy apuesto con su bata de brocado rojo y negro. Durante varios segundos permanecieron así, y luego Philliphe pareció sacudirse mentalmente y con una sonrisa nerviosa, dijo:
-¡Querida, por supuesto que entraré en tu alcoba! Sólo quería brindarte serenidad y... -vaciló, tragó con aparente dificultad y terminó-: Y si quieres que comparta tu cama, no veo el motivo para posponer el momento.
Era evidente que Philliphe estaba tan nervioso como ella o más todavía, y los temores de Sara se intensificaron hasta el punto que casi llegó a suplicarle que fingiera que ella no había dicho una sola palabra. Fue una pareja silenciosa la que entró en esa alcoba y una Sara cada vez más atemorizada la que se quitó la bata color lavanda y vestida sólo con el camisón a tono, se introdujo en la cama. Con enormes ojos violetas observó cómo Philliphe, muy lentamente, se quitaba su bata, quedando delante de ella con el camisón de linón como única vestimenta. Philliphe apagó la vela en la oscuridad, Sara lo oyó seguir desvistiéndose. Con el corazón latiéndole en la boca, aguardó con temor que su marido se uniera a ella.
Philliphe se metió en la cama con cautela y tras deslizarse bajo la colcha de raso, permaneció muy rígido junto a ella durante varios segundos. Luego, con un nerviosismo y una agitación casi tangibles, extendió la mano hacia Sara.
La atrajo hacia él y con dedos como mariposas comenzó a tocar la. La besó con labios cálidos y dulces, pero instintivamente Sara sintió que no había pasión en él. En los momentos que siguieron, esa sensación se tornó más fuerte. ¿Cómo lo sabía? No podía decir, sencillamente sabía que las caricias inciertas y vacilantes de Philliphe no eran ardientes; parecía como si él quisiera complacerla, como si quisiera mostrarse apasionado... ¡pero no lo lograba! Tocó durante unos momentos los senos pequeños de ella, moviendo las manos con creciente agitación y apretando su boca con fuerza contra la de ella. Sara trató de responder, pero las caricias inexpertas y desganadas de Philliphe en lugar de excitarla, la hacían sentirse cada vez más insegura y, asustada, impidiéndole disfrutar de las extrañas aunque no desagradables sensaciones que le despertaban las manos de él sobre su cuerpo. Los minutos transcurrieron y Sara permaneció tendida junto a él, sin saber qué sucedería después, ni qué debía hacer. Las caricias de Philliphe se volvieron casi desesperadas y ella tuvo la extraña sensación de que él estaba preso de ira y frustración mientras apretaba su cuerpo contra el de ella. Sara no se resistió, pero eso no pareció satisfacerlo. A decir verdad, pareció alterarlo aún más, pues sus movimientos se tornaron cada vez más desesperados. Apretó las caderas salvajemente contra ella y Sara sintió el calor de su cuerpo a través del camisón mientras Philliphe la abrazaba contra él.
Sólo entonces él pareció tomar conciencia de que ella tenía puesto el camisón y mascullando por lo bajo, se lo levantó hasta el cuello. El contacto de las manos de él contra la piel de Sara hizo que ella sintiera una agonizante timidez. Pero nada cambió. Philliphe continuó con sus extrañas y desesperadas caricias hasta que Sara comenzó a preguntarse si a esto se habría estado refiriendo Ruth cuando le había dicho que dejara que su marido satisficiera sus emociones más bajas. Por cierto que era muy embarazoso sentir las manos de él sobre sus senos y caderas. ¡Y Philliphe tampoco parecía estar disfrutando demasiado!
Después de varios minutos con la misma actividad, Philliphe apoyó la frente húmeda contra la mejilla de Sara y dijo con un suspiro ahogado:
-Quizá me desempeñe mejor mañana por la noche, mi amor. Creo que estoy cansado por el viaje. No pienses mal de mí, querida, porque no te he hecho una esposa en el verdadero sentido de la palabra. Te amo y quiero hacerte feliz más que ninguna otra cosa. Créeme mi queridísima Sara.
La angustia de él la emocionó y no tomó conciencia del significado de que no hubiera sentido la presencia erecta de la virilidad de Philliphe mientras él la acariciaba lo besó con torpe ternura y dijo tímidamente:
-No me importa, Philliphe. Me gusta tenerte aquí a mi lado. No me gustaba dormir sola en estos lugares desconocidos.
Philliphe la abrazó con fuerza y susurró:
-Eres tan buena y tan amable conmigo, Sara. No muchas novias serían tan comprensivas. Quizá mañana pueda... Bueno, mañana por la noche veremos qué sucede. Pero ahora vamos a dormir. -Le acarició la mejilla con los labios y agregó:- Debo confesar, también, que es muy agradable tener te conmigo.
Sara se sintió satisfecha con las palabras de él, aunque la dejaron levemente perpleja. ¿Qué era lo que no había podido hacer? Pero por el momento se sentía feliz, segura de que ella y Philliphe habían dado el primer paso hacia la intimidad y el compañerismo que ella tanto anhelaba.
Pasaron el día siguiente paseando por Nueva Orleáns. Philliphe se mostró algo reservado al principio, pero al ver que Sara no le recriminaba nada, no tardó en relajarse y comportarse con su gentileza habitual. Por desgracia, el día no resolvió el problema de la noche anterior, pues todo volvió a repetirse.
Aunque hubo una pequeñísima diferencia; Sara no se sintió tan tímida e inhibida. Al menos ahora sabía qué tenía que esperar y cuando Philliphe le tocó los senos, no se puso rígida por la sorpresa. Hasta hizo un intento por devolver las caricias de su esposo. Pero no sirvió de nada y tras varios minutos de frustradas caricias, Philliphe se apartó de ella con un gemido y dijo en voz tan baja que ella apenas si pudo oírlo:
-Sara, no hay solución. Pensé que contigo podría... podría... Parece que Gallardo tenía razón: soy... no soy capaz de acostarme con una mujer. ¡Dios Santo!, ¿qué voy a hacer?
Sara quedó congelada y sentándose en la cama, preguntó lentamente:
-¿Philliphe, a qué te refieres? ¿Qué tiene que ver Gallardo con nosotros?
-Todo y nada -masculló Philliphe con tono sombrío-. Tendría que habértelo dicho todo antes de que nos casáramos, tendría que haberte dado la oportunidad de romper el compromiso. Pero estaba tan seguro de que podría dejar atrás mi relación con Gallardo. Estaba tan seguro de que gracias a tu bondad y a tu dulzura podría ser como cualquier otro hombre, que mis pasadas excursiones al lado oscuro de la pasión eran cosas que podría olvidar. -Con voz amarga, terminó:- Aparentemente, estaba muy equivocado.
Sara estaba sentada en medio de la cama como una pequeña estatua de hielo, mientras sus pensamientos se desparramaban como cenizas ante un soplo de viento invernal. Mucho de lo que Philliphe decía no tenía sentido para ella, pero de pronto recordó con temor esa peculiar conversación que había escuchado en Portsmouth. ¿Qué había dicho ese hombre? Algo acerca de que "Gallardo está enamorado del joven". Asustada sin saber por qué, preguntó, muy tensa:
-¿Quieres hablarme de eso ahora? ¿Te ayudaría a sentirte mejor? Yo trataré de ayudarte, Philliphe.
El se volvió hacia ella y tomándole una de las pequeñas manos heladas, respondió con tono cansado:
-No creo que sea algo que pueda solucionarse hablando. Pero sí, te lo contaré todo, querida... y luego, si quieres marcharte, lo comprenderé.
Lo último que Sara deseaba era abandonar a su marido. Aun si no lo amaba, le tenía mucho cariño y sentía mucha gratitud hacia él. Podría confesarle que era el peor asesino de la tierra y ella no lo abandonaría, sencillamente porque siempre había sido bueno y considerado con ella, algo que nadie más había sido. Pensó por un instante en la fría austeridad de Tres Olmos, en su madrastra sarcástica y dominante y en su padre indiferente y se estremeció. Philliphe tendría que lastimarla físicamente para que ella deseara volver allí.
No obstante, cuando él lloró y le confesó sus relaciones íntimas con hombres, con Charles Gallardo en particular, ella sintió horror y repugnancia. El hecho de que dos hombres pudieran ser amantes le resultaba casi incomprensible. Ni siquiera sabía bien qué sucedía entre un hombre y una mujer en la intimidad de la alcoba, pero la idea de dos hombres haciendo esas cosas le resultaba intolerable. Y cuando Philliphe le confesó que aparentemente era incapaz de hacer el amor con una mujer, que era impotente con ellas, Sara se sintió aún más dolida y confundida.
Mucho de lo que Philliphe le explicó esa noche no tenía sentido para ella, pero si hubiera sido más adulta, más experimentada, más consciente de lo que era el matrimonio y la pasión, quizás habría tomado otra decisión. Como fueron las cosas, llena de errónea confianza juvenil, se sintió segura de que con el tiempo, gracias al deseo de ambos de hacer las cosas bien, lo lograrían. Mucho de lo que Philliphe le dijo le repugnaba aunque no pudiera comprenderlo del todo, pero sin embargo, cuando comparaba la gentileza de él con la bienvenida que recibiría si decidía regresar a Tres Olmos, Philliphe, con su vergonzosa confesión, era mucho más atractivo que España y la ira de su madrastra ante el fracaso del matrimonio.
No podía ocukar que las palabras de Philliphe la hacían sentirse traicionada, ni podía negar que muy dentro de sí sentía rabia por el hecho de que él había arriesgado el futuro de ella junto con el suyo. Pero a Sara le habían enseñado a aceptar con ecuanimidad las desgracias de la vida y prefería tolerar las antes que luchar contra un destino hostil.
La decisión de permanecer junto a su marido no fue fácil, ni fue tomada en una sola noche. Lo que Philliphe le dijo fue un gran golpe para ella, y durante varios días la relación entre ellos fue tensa e incómoda. Trataban de comportarse como si todo estuviera bien; continuaban explorando la ciudad y cenaron en varios de los numerosos restaurantes, pero siempre el recuerdo de lo que él había dicho esa noche colgaba entre ellos como una nube ominosa. No hubo más intentos de consumar el matrimonio, pues Sara descubrió que ahora sentía temor ante la idea de las caricias de Philliphe que antes tanto había deseado.
Estaba segura de que era algo que pasaría con el tiempo, y trató de no pensar en ello más de lo necesario. Ambos tendrían que luchar juntos para que el matrimonio fuera un éxito, y si bien Sara todavía estaba algo aturdida por lo que había sucedido, miraba hacia el futuro con optimismo. El tiempo, pensó con confianza, el tiempo resolvería sus problemas y dentro de unos años podrían pensar en este momento de sus vidas y reír ante tanta estupidez.
Philliphe se sintió muy aliviado ante la decisión de Sara de no abandonarlo y también decidió que por el momento era mejor que la consumación esperara. Avergonzado por su propia incapacidad de funcionar como debería, estaba dispuesto a olvidar el incidente y, al igual que Sara, esperar a que con el tiempo pudieran llegar a vivir normalmente.
Todavía había algo de tensión entre ellos y, sin embargo, el problema había servido para unir los más. Philliphe se sentía agradecido porque Sara había decidido permanecer a su lado y ella sentía compasión por él.
Decidieron no quedarse mucho más tiempo en Nueva Orleáns y , Sara no supo si la idea le agradaba o la deprimía. Por un lado, deseaba llegar a Natchez para que ella y Philliphe pudieran comenzar a tratar de alcanzar el éxito en su matrimonio. Pero por otro, quería disfrutar esos días al máximo. No se lamentaría. El tiempo lo resolvería todo.
El Mercado Francés, no lejos de la calle Decatur, a orillas del Misisipí fue una de las cosas que más impresionó a Sara durante sus excursiones con Philliphe. Se oían una docena de idiomas diferentes: francés, español, inglés y varios dialectos negros e indígenas. Los mercaderes ofredan todo tipo de animales y productos. Elegantes damas vestidas de seda y encaje paseaban junto a sus maridos, y apuestos jóvenes deambulaban con lánguida gracia por entre la muchedumbre.
Azorada, Sara recorrió las diversas secciones, sintiendo como si hubiera llegado a un lugar existente sólo en la imaginación. No sospechaba que su aspecto capturaba la imaginación de más de un caballero. Llevaba esa mañana un vestido de seda rosada que acentuaba su cintura esbelta y caía en suaves pliegues hasta sus zapatos. Con la sombrilla bordada con plumas y los delicados guantes rosados, presentaba un aspecto encantador. Entre la sombrilla y el gracioso sombrero de gasa blanca y paja que llevaba, era difícil verle el rostro, pero eso no impidió que varios caballeros inventaran diferentes tretas para hacerlo. La recompensa hizo valer la pena del esfuerzo: unos hermosos ojos violetas contemplaban con inocencia el mundo desde un rostro encantador enmarcado por rizos casi plateados.
Sin darse cuenta de que varios caballeros la miraban con admiración, Sara estaba examinando un prendedor de camafeo cuando oyó una voz familiar.
-¡Sarita! Sarita Miranda, ¿eres tú, querida?
Al oír esa voz, Sara giró en redondo y sonrió feliz.
-¡Silvia! ¡Dime que esto no es un sueño! Es maravilloso verte, ¿pero qué haces aquí? -exclamó con un brillo de placer en sus ojos violetas.
-¡Yo podría preguntar te lo mismo! No podía dar crédito a mis ojos cuando te vi hace un momento -replicó Silvia, acercándose hasta donde estaba Sara.
Silvia no había cambiado demasiado, notó Sara con afecto mientras contemplaba a su amiga de la Academia de la señora Pelaéz. Alta, erguida, con unos ojos oscuros que bailaban bajo unas cejas arqueadas, Silvia Castro estaba como ella la recordaba. Ya no llevaba el horrible uniforme de la escuela, pero la sonrisa cálida era la misma, y la voz algo ronca y la forma de arrastrar las palabras resultaban placenteramente familiares para Sara.
Silvia era una muchacha bien parecida más que bonita: tenía la boca un poco grande, la nariz casi masculina y una mandibula fuerte. Pero poseía algo mucho más duradero que la belleza de muñeca: un carácter leal y cálido y una personalidad amistosa y extravertida. Era intuitiva y, mientras ambas se observaban en silencio, notó las leves sombras en los ojos violetas de su amiga y la nota de reserva cuando Sara habló de su marido y su matrimonio.
Silvia se dio cuenta de que el Mercado Francés no era el lugar más indicado para mantener la conversación privada que anhelaba, de modo que despachó a Bernarda y arrastró a Sara hasta una elegante casa sobre la avenida Esplanade, donde vivían unos parientes a quienes estaba visitando. Unos instantes más tarde ambas estuvieron sentadas en un patio con una fuente en el centro y un sirviente negro les sirvió café recién hecho en delicadas tazas de porcelana.
El sirviente desapareció y Silvia permitió que Sara bebiera unos sorbos de café antes de preguntarle con descuido:
-¿Querida, eres realmente feliz? No quiero ser indiscreta, pero cuando pienso en mi propia luna de miel, ocurrida hace un año, veo que no irradias la felicidad que hubiera esperado.
-¡Oh, Silvia! ¡Siempre pones el dedo en la llaga! -exclamó Sara con pesar-. Siempre te dabas cuenta cuando tenía algo que me daba vueltas en la cabeza.
-Cuéntamelo, querida -la alentó Silvia, mirándola con afecto.
-¡No puedo! Y no es porque no quiera hacerlo -admitió Sara.
Al ver el rostro preocupado de su amiga, Silvia dijo con tono pensativo:
-A veces los primeros meses son difíciles, tengo entendido. Sobre todo si no os conocíais bien antes de casaros. -Sonriendo, agregó:- Conozco a Gonzalo Montoya de toda la vida y desde siempre supe que quería casarme con él Quizá fue por eso por lo que en los primeros meses de matrimonio, no tuvo que sufrir al adaptarse. Quizá cuando conozcas mejor a Philliphe descubrirás que no te resulta un extraño.
Sara parpadeó para contener unas lágrimas repentinas y dijo con la voz quebrada:
-Mi matrimonio no es lo que esperaba. Philliphe y yo no podemos... -Se detuvo de pronto muy avergonzada. No quería contarle todos sus problemas a la primera persona que se mostraba amistosa, aun si esa persona era su querida Silvia.
Pero Silvia no le dio tiempo para arrepentirse y la alentó con suavidad:
-¿Tú y Philliphe no podéis qué, querida? ¿No crees que deberías contármelo todo? Ahora bien, relájate, toma tu café y díselo todo a Madre Silvia, ¿mmm?
Sara vaciló; deseaba narrarle toda la historia, pero no quería traicionar a Philliphe. Estaba segura de que Silvia comprendería, pero ¿lo haría Philliphe si se enteraba de que ella había hablado de forma tan íntima de su matrimonio? Le pareció que no comprendería y sabiendo cómo se sentiría ella si él hablara sobre eso con otra persona, decidió que era mejor no desahogarse con Silvia.
Era dificil distraer a Silvia con excusas tontas y no fue hasta que Sara habló casi con desesperación del fideicomiso que había establecido su padre y de lo humillado que se había sentido Philliphe cuando Silvia dejó de interrogarla.
-¡Conque de eso se trata! -declaró con tono triunfal-. ¡Chiquilla tonta! No tienes nada de qué preocuparte. Tu padre sólo quería proteger tus intereses y si bien estoy segura de que a tu marido no le gustó, ¿a quién le gustaría, por otra parte? No tengo dudas de que su rencor se evaporará con el tiempo y ninguno de los dos pensará más en eso. -Una idea desagradable se le ocurrió de a pronto y preguntó ansiosamente:- Philliphe no te lo echa en cara. ¿Verdad? Quiero decir, ¿no te trata mal por eso?
-¡No, no! -exclamó Sara anonadada-. No podría ser más bondadoso conmigo. Philliphe nunca me ha hablado del tema.
-Entonces, querida, deja de preocuparte y disfruta del matrimonio.
Después la conversación flaqueó hasta que Sara dijo con entusiasmo.
-¡Basta de tonterías! Dime, ¿cuánto tiempo te quedarás en Nueva Orleáns?
-Por desgracia, partimos pasado mañana para Santa Fe -respondió Silvia haciendo una mueca-. Pero no pongas esa cara triste, querida, pienso pasar el mayor tiempo posible contigo hasta que nos vayamos. Si sólo nos hubiéramos encontrado antes o si hubiéramos sabido que la otra estaría aquí... ¡Piensa en las conversaciones que habríamos podido tener!
-¡Oh, no! ¡Qué lástima que tengamos que estar tan poco tiempo juntas! -exclamó Sara con pesar.
-Nos queda toda esta tarde y también mañana. Y recuerda, al menos ahora estamos en el mismo continente. Estoy segura de que podremos encontramos de vez en cuando en Natchez o en Santa Fe. -Con un brillo en los ojos, Silvia agregó:- Preferiría que fuera en Natchez. He oído decir que es una ciudad perversamente excitante, sobre todo debajo de la colina.
-Es probable que sepas más que yo sobre eso. Philliphe no me habla demasiado de la ciudad y hasta ahora es poco lo que he podido averiguar por mi cuenta. ¿No te agrada Santa Fe? -preguntó Sara con curiosidad.
-¡Desde luego que sí! Pero Sante Fe es apenas mejor que una ciudad de frontera: los comanches todavía llegan hasta nuestras puertas y la única emoción es en la primavera, cuando llegan las caravanas de comerciantes. Tenemos muchas atracciones, pero estoy segura de que no se comparan con las de Natchez.
-Entiendo -dijo Sara mientras pensaba que debía de ser mucho más emocionante vivir en un poblado de frontera que en una ciudad cosmopolita como Natchez.
-No, no entiendes -la contradijo Silvia con suavidad-. Todavía sigues siendo tan romántica y soñadora como cuando estabas en la Academia.. Veo que piensas que la frontera resultaría una aventura increíble. Créeme, no lo es. Y la primera vez que te encontraras con un ataque de guerreros comanches desearías no haber abandonado jamás la seguridad del mundo civilizado. Yo estoy acostumbrada, a pesar de esos tres años en España. Me crié allí y conozco la tierra; pero tú, mi vida, la conviertes en un mundo de ensueño.
Sara tuvo que admitir que así era y la conversación pasó a otros temas. Fue la tarde más agradable que Sara había pasado en mucho tiempo y ambas estaban tan concentradas en ponerse mutuamente al día que no notaron que caía la tarde. Sara no tenía mucho que decir acerca de sí misma, ¡pero no sucedía lo mismo con Silvia! y así siguió hablando y hablando, sin darse cuenta de que sus historias sobre Nuevo México despertaban la imaginación romántica de Sara haciéndole sentir intensos deseos de conocer algún día esa tierra salvaje. Algunas de las terribles historias acerca de los ataques comanches le hicieron sentir como si los hubiera vivido en carne propia y por un instante recordó esos extraños sueños vívidos que la habían acosado durante el viaje hasta Nueva Orleáns.
Sólo cuando Gonzalo, el marido de Silvia, salió al patio, las reminiscencias cesaron. Mientras Silvia hacía las presentaciones, Sara lo estudió con disimulo y comprendió exactamente cómo el silencioso y reservado español atraía a la vivaz Silvia.
A diferencia de Silvia, que era mitad española, Gonzalo era castellano puro, desde el grueso cabello negro hasta la formal reverencia que le hizo a Sara. Era mucho más alto que su mujer y a primera vista no parecía extrañamente apuesto. Sólo cuando uno miraba los brillantes ojos negros y veía la chispa divertida en ellos o cuando notaba la curva firme de sus labios o la línea aguileña de la nariz, su atractivo real se tornaba aparente. Había una familiaridad cálida y gentil entre él y su mujer y a Sara no le quedaron dudas de que estaba en presencia de una pareja de enamorados. Se sintió feliz y el deseo de que ella y Philliphe pudieran tener una relación igual se tornó más intenso aún.
Gonzalo sabía todo acerca de la amistad de Silvia con Sara Miranda y la saludó con calidez y afecto sincero. Al principio, Sara sintió timidez ante este desconocido cortés y formal, pero bajo el encanto de Gonzalo pronto comenzó a relajarse, y al cabo de unos minutos se encontró conversando con él como si fuera un viejo conocido. La conversación se mantuvo general hasta que Gonzalo preguntó con algo más que mera cortesía:
-¿Es posible que tú y tu marido cenéis con nosotros esta noche? Sé que es una invitación repentina, pero nos queda poco tiempo aquí y sé que Silvia querrá pasar todo el tiempo posible contigo hasta que nos vayamos. -Con un brillo en los ojos, agregó:- Y, por mi parte, no me molesta que otra dama hermosa haga honor a mi mesa.
Silvia hizo eco de la invitación y no fue hasta que Sara decidió enviar una nota al hotel para preguntar si Philliphe estaba de acuerdo con el programa cuando Silvia se llevó las manos a la boca y exclamó con horror.
-¡La velada en casa de los Costa es esta noche! ¿Lo habías olvidado?
Gonzalo sonrió y sacudió la cabeza.
-No, querida, no lo he olvidado, pero si le enviamos una nota de explicación a nuestra anfitriona, estoy seguro de que también invitará a los Mignon.
-¡Oh, no! -murmuró Sara-. No podría meterme en casa de desconocidos de esa forma. Sería muy descortés.
-¡Tonterías! -la contradijo Silvia-. Margarita Costa estará deseando conocer a una vieja amiga mía. No es nada altanera. Es más, no conozco a nadie más amable; ¡es demasiado perezosa como para no serlo! Su marido es exactamente igual, y jamás nos perdonarían si no os lleváramos a su casa. ¡Vamos, di que cenarás con nosotros y asistirás luego al baile! ¡Por favor!
-Pero no les importará a las personas que te hopedan? -vaciló Sara.
Gonzalo rió.
-En absoluto. Mi tío y mi tía están de viaje y regresarán mañana. Tenemos la casa para nosotros solos esta noche. Y aun si estuvieran aquí, estarían encantados de conocer por fin a la Sarita de Silvia. Tu fama te ha precedido, ¿sabes?
¿Qué otra cosa podía hacer sino aceptar? De modo que escribió una nota a Philliphe informándolo acerca de la invitación a cenar y luego al baile. Con el mismo criado que llevaría la misiva a Philliphe, Silvia despachó su nota a Margarita. Menos de media hora más tarde, el criado regresó con las dos respuestas: Doña Margarita exigía que Silvia trajera a sus invitados y Philliphe se disculpaba porque había aceptado otro compromiso para la noche, pero no tenía inconveniente en que Sara pasara 1a velada con sus amigos. La idea de asistir al baile sin él casi la hizo rechazar la invitación, pero Silvia no quiso saber nada del asunto.
-¡No seas ridícula, querida! A Gonzalo le encantará acompañamos a ambas y no tendrá nada de malo que vengas. ¡Vamos, no discutas conmigo, sabes lo furiosa que me pongo! -terminó Silvia con una nota burlona de amenaza en la voz.
Punto final, pensó Sara divertida.
* Chicas gracias por seguir aquí con nosotras, os dejo un capi mas de pasion, por cierto,El libro es de Shirley Busbee y en el proximo capi.... Lucas Fernandez!!!!!!
4 comentarios:
Genial, como siempre. Qe llegue ya el próximo capítulo, por favor, por favor.
María A.
Eso, eso que salga Fernández, menos hablar y más....¡¡acción!! jajajaja. Un beso. Blue. Sí Himarita, yo también te quiero.
¿Fernández estará en el baile?
Seguro que Sara no va a tardar mucho en apreciar las diferencias entre él y su casi-marido, porque intuyo que a Fernández, a pasional no le va a ganar nadie.
Um beso, princesas.
Quiero el próximo Yaaaaaaaaaa !!! jjajajajaj me parece a mí que va a encontrar al hombre de sus sueños Ummmmmmmm jajajjajaaj comienza la pasión !!! me froto las manos ya? anda la Sarita... va a catar al delicatesen Fernández ufffffffff que no puedoooo esperar más !!!
Un beso princesas, muaaaaaaks!!!
Ayla.
Publicar un comentario