09 noviembre 2008

Pasion; Perdida

Sarita se quedó mirándolo, anonadada. Con voz vacilante, comenzó a decir:
-Creo que no compren... -Pero la voz de Philliphe los interrumpió.

-¡Sarita! ¿Qué haces aquí? -exclamó él con tono quejumbroso, totalmente desencantado con Texas y los comanches en particular. Además, a decir verdad, comenzaba a sentir antipatía por su anfitrión.

Había habido tanta violencia delante de sus narices que le había llevado varios minutos descubrir dónde había ido Lucas. Ver a ese hombre que comenzaba a parecerle un salvaje junto a su mujer no le gustó demasiado. Se acercó a ellos, fastidiado.

A esta altura, la peor parte de la lucha había cesado, aunque todavía se oían disparos esporádicos y gritos ocasionales. Varias personas comenzaban a asomarse de sus escondites y algunos más valientes se aventuraban hacia la plaza, para acercarse a los heridos y muertos que yacían en la calle. Todos estaban nerviosos y tensos, pues temían que siguiera habiendo indios en los alrededores. Decidido a alejar a Sarita de allí, Lucas la miró fijamente y dijo abruptamente:
-Este no es lugar para ti. -Sus ojos se encendieron con la rabia que ocultaba el miedo que había sentido y Lucas exclamó:- ¿Qué demonios estabas haciendo aquí sola, me quieres decir? ¡Podrían haberte matado, tontita!

Philliphe, que ya había llegado hasta allí, se sintió ofendido por el tono familiar y la forma autoritaria con que Lucas trataba a Sarita.
-¡Creo que se excede, Fernández! -dijo, muy tieso-. Sarita es mi mujer, al fin y al cabo y no me gusta que se le hable de ese modo.

Lucas se puso rígido y su rostro se ensombreció de furia.

Por un instante, Sarita creyó que golpearía a Philliphe.
-¿Y dónde demonios estaba usted cuando ella se encontraba aquí, luchando por su propia vida? -terció Lucas mirando a Philliphe con ojos helados-. ¿Ocultándose en algún sitio fuera de la línea de fuego?

Estaban en el medio de la calle, Lucas y Sarita frente a Philliphe. Al oír las palabras de él, Philliphe se sonrojó intensamente y furioso, balbuceó:
-¡C... cómo se a... atreve a hablarme así! Lucas lo miró con desdén, pero antes de que pudiera responder, un leve movimiento sobre el tejado de una de las casas de adobe detrás de Philliphe le llamó la atención. Sin esperar para averiguar qué era, Lucas sacó la pistola y arrojó a Sarita al suelo. En ese instante, un guerrero comanche, con el rostro contorsionado por la cólera y una lanza en la mano se irguió sobre el tejado. Dos cosas sucedieron simultáneamente: el guerrero arrojó la lanza y Lucas apretó el gatillo. Ambos proyectiles encontraron un blanco humano. El comanche cayó del tejado aferrándose el cuello y Philliphe, con expresión absolutamente incrédula, se quedó mirando la mancha roja sobre su chaleco y la punta de hierro que le salía del estómago.

-Vaya, me han herido... -dijo con asombro antes de caer boca abajo sobre la calle polvorienta. La larga lanza que tenía clavada en la espalda se meció suavemente.

Horrorizada, Sarita contempló el cuerpo inerte de su marido y un grito silencioso resonó en su mente. ¡No! ¡No podía estar muerto! No así, no tan inútilmente, asesinado por un ser que sólo podía vivir en una pesadilla. No era más que eso, una pesadilla.

Aturdida, siguió mirando a Philliphe y al ver la mancha de sangre que se desparramaba por la chaqueta, pensó sin ninguna lógica: "Cielos, se le arruinará la chaqueta. Eso no le gustará". La mente se le había bloqueado y sólo podía pensar en cosas mundanas y prosaicas.

Lucas se arrodilló junto a Philliphe y al cabo de un instante dijo en voz baja:
-¡Princesa, está vivo! ¡Está vivo!

Sarita sintió una oleada de alivio y gratitud. ¡Estaba vivo! ¡Gracias a Dios! Pero el terror de ese día había sido demasiado y más allá del hecho de que Philliphe estaba con vida, su mente no parecía registrar nada. Aun cuando Lucas la ayudó a ponerse de pie y Philliphe fue llevado a la casa de él para que lo viera un médico, Sarita siguió creyendo que soñaba.

Le parecieron horas hasta que el médico terminó con Philliphe y entró en la habitación donde ella aguardaba, pálida e inmóvil. Las palabras que oyó no le resultaron demasiado optimistas:
-Está malherido, señora Mignon. He hecho todo lo que he podido. Con descanso y cuidados, es posible que se recupere, pero... -La voz del médico se perdió. Había sido una herida muy fea y el médico alemán había trabajado con desesperación para quitar la lanza sin causar más daños. Por el momento, Philliphe dormía bajo una fuerte dosis de opio, pero sólo en los próximos días se sabría si lograría sobrevivir.- Hay esperanzas, mi querida -dijo el médico con suavidad-. No es un caso desesperado.

Sarita se aferró a sus palabras durante los días que siguieron y una y otra vez las repitió para sus adentros... "¡Hay esperanzas, hay esperanzas!". Pero el resto del mundo desapareció para ella; comía cuando le decían que comiera, dormía cuando se lo indicaban y se vestía con lo que encontraba preparado. El resto del tiempo lo pasaba en la habitación de Philliphe, sosteniéndole la mano y mirando sin ver, hasta que Philliphe gemía de dolor, y entonces ella le acariciaba la frente y susurraba palabras reconfortantes.

No bien Philliphe había sido atendido por el médico, Lucas había enviado un mensajero a toda prisa hasta la Hacienda del Cielo con las noticias de lo que había sucedido. Con el marido de Sarita inconsciente, era absolutamente necesario que encontrara una mujer respetable para que viniera a vivir en su casa a fin de evitar rumores. Le enloquecía pensar en ese estúpido formalismo, pero era de primordial importancia que hubiera otra mujer en la casa para evitar miradas y comentarios. Tenía que proteger la reputación de Sarita. La suya no le importaba un rábano, pero pensando en Sarita buscó una oscura parienta española de sesenta años que vivía en San Antonio y al cabo de una hora la tuvo instalada en su casa.

Hubo otras bajas en ese día que Bernarda Moreno denominaría en su diario el día de los honores y el médico alemán, único cirujano de la ciudad, trabajó incesantemente durante la noche para salvar la mayor cantidad de vidas posibles.

Las pérdidas de los comanches fueron de lejos las peores. De los sesenta y cinco indios que habían venido al concilio, treinta y tres guerreros, jefes, mujeres y niños murieron en la masacre. Los otros treinta y dos, mujeres y niños, algunos gravemente heridos, fueron capturados y encerrados en prisión. Sólo siete blancos habían muerto, entre los cuales estaba el Sheriff de San Antonio.

Esa noche Lucas envió otro mensajero a caballo, con órdenes de transmitirle su mensaje a Mariano Houston en Austin.

La nota sólo relataba los hechos y le informaba a Houston que él estaría en San Antonio por tiempo indefinido. Si Houston lo necesitaba, sabría dónde encontrarlo. Sólo al final del mensaje era posible adivinar su frustración y su ira. "Sabes", escribió con gruesos trazos negros, "si Fisher y los demás hubieran planeado deliberadamente echar a los comanches en brazos de los mexicanos, no podrían haber elegido una forma mejor de hacerla. ¡Que Dios nos ayude a todos!".

A la mañana siguiente, mientras Sarita dormía bajo los efectos del láudano recetado por el médico, Lucas fue a la prisión y llegó justamente en el momento en que los comisionados ponían a la mujer de unos de los jefes muertos sobre un caballo. Sumidos en un silencio hostil, le dieron agua y alimentos y luego le impartieron una orden cortante:
-Ve a los campamentos de tu gente y diles que todos los sobrevivientes de la lucha del día del concilio morirán a menos que todos los prisioneros mencionados por Matilda Lockhart sean devueltos. Tienes doce días a partir de hoy para transmitir nuestro mensaje y regresar con los prisioneros. -La mujer comanche escuchó con el rostro impasible, sin revelar la angustia y furia que sentía. No dijeron nada más y mientras la miraba alejarse de la ciudad, Lucas supo que los indefensos cautivos morirían gritando ante las torturas de las mujeres comanches, condenados a muerte por la traición de los mismos hombres que intentaban obtener su liberación.

Giró sobre sus talones y se marchó. No podía mirar a los ojos a esos hombres que, con su virtuosa arrogancia, habían matado cualquier posibilidad de paz entre los comanches y los blancos.

Lucas había hecho algo que jamás se había creído capaz de hacer: el día de la lucha había matado no a uno sino a dos comanches. Por supuesto que no habían sido miembros de la tribu kwerharrehnuh, donde él se había criado, pero eran comanches de todas formas, y él los había matado deliberadamente. No era la primera vez que mataba a un hombre; había dado muerte a apaches, blancos y mestizos, pero nunca a un comanche y ahora tomaba conciencia de cuán firmemente estaba aliado con los blancos. Y de lo mucho que Sarita Mignon afectaba sus emociones. Ahora que Philliphe podía morir, Lucas comprendió que muerto podría resultar un obstáculo mayor que cuando estaba con vida. Pero de una cosa Lucas estaba seguro: Sarita no iba a alejarse demasiado de San Antonio hasta que aclararan lo que había entre ellos. No iba a pasarse el resto de su vida torturado por visiones de una ramera con ojos verdes y cara de ángel. ¡Iban a llegar a algún arreglo y ella no se movería de allí hasta ese momento! Era arrogante admitirlo -hasta él se daba cuenta de eso- pero tendría que haber sido ciego para no percibir que había algo entre ellos. Quizá fuera solamente una atracción física; una parte de su ser deseaba con rabia que sólo se tratara de eso, que una vez que se estableciera una cómoda intimidad entre ellos, las intensas emociones que ella despertaba en él se apaciguaran y que al cabo de una semana pudiera mandarla a Natchez y eliminarla de su vida. Eso era lo que deseaba, se dijo con vehemencia, apretando los dientes. Sin embargo... En lo que se refería a Sarita, Lucas era un embrollo de emociones contradictorias y en constante ebullición: celos, furia, incertidumbre y pasión luchaban por dominar; en un instante los celos ejercían el poder, luego la pasión, y entre ambos, una ternura extrañamente dolorosa que perturbaba mucho más que los otros sentimientos combinados. Podía superar la furia, pasar por alto los celos, dejar atrás la incertidumbre y apaciguar la pasión, pero ¿la ternura...? No era un hombre tierno, jamás lo había sido, excepto quizá con su hermanastra Carlota. Por lo tanto, la ternura lo confundía y lo ponía en guardia contra la persona que la despertaba; además, le enfurecía que ella pudiera hacerle sentir otra cosa que no fuera desprecio. Mientras caminaba hacia la casa, pensó con furia: "¿Qué demonios me importa lo que le suceda? Habría sido mejor dejar que se la llevara ese maldito comanche, o que le arrancara el cuero cabelludo". No era tan sencillo y él lo sabía muy bien. Pero prefirió evitar encontrársela en la casa por varias razones: su marido estaba gravemente herido, quizás al borde de la muerte y este no era momento para la conversación ni las otras cosas que quería tener con ella. También estaba el hecho de que no toleraba que ella estuviera pendiente de Philliphe. Aun si él estaba gravemente herido, a Lucas no le gustaba pensar que Sarita derrochaba atenciones a Philliphe, sobre todo cuando recordaba que si su marido hubiera tenido que rescatarla, Sarita estaría muerta o en manos de los comanches, y finalmente, había otra razón por la que quería evitarla y tuvo que reconocerla de mala gana: quizá Sarita no quisiera verlo; después de todo, él le había deseado la muerte a Philliphe en un arrebato de ira. Fue por eso que Lucas se mantuvo alejado de ella, encargándose sin embargo de que Sarita tuviera todo lo que pudiera desear, no solo para ella sino también para Philliphe. "Se lo debo", admitió de mala gana.

Don Paco, doña Lola, Aitor y varios sirvientes y vaqueros de Cielo llegaron a San Antonio la cuarta noche después de la masacre. Sarita no se enteró de su llegada hasta que la señora López, la parienta de Lucas, insistió en que debía salir de la habitación de Philliphe y comer algo.

Al encontrar a los recién llegados sentados a la mesa, Sarita se detuvo, sorprendida y murmuró:
-Oh, no esperaba verlos aquí. ¿Cuándo han llegado? Los hombres se pusieron de pie de inmediato y tanto don Paco como Aitor se acercaron a ella con tanta preocupación y calidez que ella sintió deseos de llorar de emoción ante tanta consideración. Pero se recuperó rápidamente y pudo sentarse junto a doña Lola, que le apretó la mano con fuerza y la persuadió para que comiera un poco de esto y aquello. Todos se mostraron muy gentiles con ella y se esforzaron por mantener una conversación amena y cordial.

Cuando ella entró, Lucas no se movió de su lugar en la cabecera de la mesa excepto para ponerse de pie. No se hablaron durante toda la cena como no fuera para intercambiar algún comentario trivial. Desde que Philliphe había sido herido, no habían entablado ningún tipo de conversación. Pero Lucas la observó con atención y notó con desagrado la palidez de su rostro y la expresión aturdida en los ojos verdes. Al ver lo poco que comía y al notar la delgadez de sus brazos, experimentó una gran impotencia. No podía hacer nada más de lo que había hecho ya y sabía que cualquier jugada en falso podría desatar una crisis emocional que dadas las circunstancias había que evitar a toda costa.

Sarita estaba sola con Philliphe cuando él finalmente recuperó el sentido y la reconoció. El médico lo mantenía sedado con opio para que no sintiera dolor, pero esa noche, alrededor de las once, justamente cuando Sarita estaba a punto de retirarse a su alcoba, Philliphe recuperó algo de lucidez. Tenía los ojos nublados por la droga, pero parecía estar bien consciente y al ver a Sarita junto a su cama esbozó una sonrisa dulce y tierna, tanto que Sarita se sintió que le estallaba el corazón.
-Querida -susurro-, ¿qué haces aquí?

Sarita tenía un nudo de angustia en la garganta, pero le devolvió la sonrisa y replicó con suavidad:
-Estaba haciéndote un poco de compañía.

El cerró los ojos por un instante y murmuró:
-Estoy terriblemente cansado, pero es un placer despertar y ver tu rostro hermoso.

Era una conversación trivial, pero a Sarita lo único que le cabía en la cabeza era que Philliphe estaba despierto.

El se dio cuenta de las vendas que le envolvían el cuerpo y sintió algo de dolor. Miró a Sarita con ansiedad y preguntó:
-¿Estoy bien, no es así?

Sintiéndose más segura, ella respondió de inmediato:
-¡Por supuesto que sí, mi vida! Pero te han herido de gravedad y debes descansar.

Philliphe se tranquilizó y besó una de las manos de Sarita.
-¡Qué situación lamentable es esta! -dijo-. En cuanto me recupere, partiremos de inmediato para casa y si no te importa, Sarita, preferiría no hacer más viajes hacia lo desconocido.

Ella esbozó una sonrisa trémula.
-Estoy completamente de acuerdo contigo, mi querido. -Apesadumbrada, agregó:- Debí haberte escuchado desde el principio, Philliphe.

-¡Ah, vamos, tanta humildad no te queda bien, Sarita! Siempre fuiste voluntariosa y no quisiera que cambiaras ahora -bromeó Philliphe con suavidad.

Al ver que él hacía una mueca de dolor, Sarita preguntó de inmediato:
-¿Te sucede algo?

El sacudió la cabeza y le besó los dedos.
-Creo que descansaré un poco, sino te importa, querida -dijo y se quedó dormido al cabo de unos segundos.

Volvió a hablarle solamente una vez más esa noche. Alrededor de media hora más tarde, miró a Sarita a los ojos y dijo con claridad:
-Te amo, sabes, a mi manera.

-Lo sé, mi vida -susurró Sarita, besándole la frente.

El emitió un suspiro satisfecho y volvió a sumirse en la inconsciencia, sosteniendo la mano de Sarita. Ella no supo cuánto tiempo estuvo sentada allí... ni en qué momento Philliphe la dejó. En un instante estaban ambos allí y al minuto siguiente ella estaba sola con el cuerpo de su marido.

Los otros todavía estaban bebiendo algo antes de irse a descansar cuando Sarita entró en el salón. La conversación cesó de inmediato y todos se volvieron hacia ella. De pie junto a la puerta como un fantasma, Sarita los miró y dijo, aturdida.
-Mi marido ha muerto. Se oyó un coro de murmullos compasivos de todos los presentes, excepto de Lucas, que se volvió con violencia, luchando contra el deseo de apretarla entre sus brazos y susurrarle las mismas tonterías reconfortantes que ella le había susurrado a Philliphe. En ese instante hasta hubiera hecho resucitar a Philliphe si hubiera podido con tal de calmar el dolor a Sarita.

Las dos mujeres la abrazaron y le expresaron sus condolencias. Doña Lola mantuvo el brazo alrededor de la cintura de Sarita y la guió hasta un sofá
-Ven, niña, ven, debes sentarte -dijo con suavidad, acariciando el brazo de Sarita mientras hablaba. Se volvió hacia la señora López y le indicó-: Llame a una criada para que caliente leche y la mezcle con el láudano que dejó el doctor.

Sarita hizo todo lo que le decían; no habló ni lloró, pues era como si todo se hubiera congelado en su interior. No podía sentir nada, sólo un gran vacío. No hubo mucha gente en el funeral de Philliphe al día siguiente, sólo Lucas, los otros Fernández, los Moreno, Aitor y el médico que había tratado de salvarlo. Había una o dos persona más, pero Sarita, envuelta en su entumecedor vacío, no las reconoció.

Solo cuando se disponían a marcharse del pequeño cementerio, Sarita hizo algo por su propia voluntad. Corrió ciegamente de vuelta hacia la tumba a medio rellenar y permaneció allí largo rato, contemplando la alianza de oro que llevaba en el dedo. Luego, muy lentamente, se la quitó y la dejó caer en la fosa.

El tiempo siguió su curso, pero nada parecía sacudir a Sarita de su estado de aturdimiento. Dormía hora tras hora durante los días y las noches, detestando despertarse del bendito sueño del láudano que tomaba con alarmante asiduidad. La droga la ayudaba a mantener lejos la cruda realidad que la esperaba si permitía que la abandonara el sopor.

Lucas se conformaba por el momento con dejar que las mujeres de su familia la consolaran; probablemente era lo que Sarita más necesitaba. Ni por un segundo creía él que ella había estado tan enamorada de Philliphe que no podía pensar en un futuro sin él. De ninguna manera aceptaría que ese fuera el motivo del estado de aturdimiento de Sarita. Prefirió adjudicar la condición de ella tanto al horror de haber visto a Matilda Lockhart, a la violencia que siguió, lo cerca que había estado ella de morir, como a la muerte trágica de su marido. No dudaba que ella sufriera por la muerte de Philliphe, pero no podía aceptar el hecho de que solamente la muerte de él la hubiera convertido en una sonámbula.

Lucas estaba más cerca de la verdad de lo que él creía. Pero no sabía que Sarita estaba oprimida bajo una terrible sensación de culpa.

Había sido su idea la de visitar a Silvia. Ella había querido tomar la ruta hacia el Sur en lugar de unirse a la caravana de primavera hacia Santa Fe. Ella había querido visitar la Hacienda del Cielo. Ella había decidido dar por terminado el viaje y regresar a San Antonio. Y con la muerte, le adjudicaba a Philliphe toda clase de virtudes que jamás había poseído. También su fascinación por Lucas Fernández la atormentaba más que cualquier otra cosa. La muerte de Philliphe, pensó una noche antes de que el láudano le nublara la mente, era el castigo de Dios por la lujuria que le despertaba Lucas y por la forma egoísta en que había pasado por alto los deseos de su marido.

En su locura de culpa y condena, Sarita olvidó que nadie había obligado a Philliphe a venir, y que él había insistido en asistir a la fatídica reunión con Lucas. Tampoco quiso pensar en la razón egoísta por la que él se había casado con ella, en sus relaciones dudosas y sus excesos de juego y de alcohol. Recordaba sólo lo bueno y convirtió así a Philliphe en un ser beato que nada tenía que ver con su difunto marido.

Mientras Sarita deambulaba en su estado de sonambulismo, Lucas no había perdido el tiempo. El día después del funeral, recibió un mensaje que solicitaba su presencia en la Misión San José, donde el coronel Fisher y sus tropas se habían acuartelado junto con los prisioneros comanches. Lucas sintió una gran curiosidad. ¿Qué podía querer el coronel Fisher de él?

La misión San José quedaba en las afueras de la ciudad y no le llevó mucho tiempo ensillar su caballo y dirigirse hasta allí.

Cuando un soldado muy serio lo hizo pasar a las habitaciones del coronel, Lucas quedó desconcertado al ver que el militar estaba muy enfermo. Quiso disculparse y cambiar la cita para otra oportunidad, pero Fisher ladró:
-¡Mi salud no es de su incumbencia! ¡Quería verlo, y lo veré ahora!

El coronel no estaba de buen humor. Se sentía mal y era consciente de que el asunto de los comanches podría haberse manejado con más tino. Sin perder tiempo con trivialidades, fue directamente al grano:
-Usted está muy familiarizado con las costumbres de los comanches. ¿Piensa que traerán a los prisioneros cuando pasen los doce días? -preguntó desde la cama.

Lucas estaba de pie en medio de la habitación; tenía los dedos enganchados a cada lado de la hebilla de plata del ancho cinturón de cuero que llevaba; el sombrero negro ocultaba la expresión en los ojos negros.
-No -respondió bruscamente... ¿Por qué iban a traerlos? Ustedes asesinaron a sus jefes cuando vinieron para hablar de paz y para ellos, los sobrevivientes que están prisioneros aquí ya están muertos. ¿Qué aliciente les ofrece para que ellos traigan a sus prisioneros?

Fisher estaba pálido por la enfermedad y los ojos oscuros se veían opacos.
-¡No permitiremos que nos extorsionen! -exclamó con obstinación-. No tenían ningún derecho de raptar a nuestras mujeres y niños; ¡no nos dejaremos intimidar!

Lucas se encogió de hombros.
-Entonces no hay nada de qué hablar, ¿verdad? Si me disculpa, tengo otras cosas que hacer. -Giró sobre sus talones y se dispuso a marcharse, pero la voz de Fisher lo detuvo.

-¡Espere!

Lucas se volvió hacia el coronel con una expresión dura en el rostro.
-¿Sí?

Fisher se recostó contra las almohadas y habló con voz cansada.
-Habíamos recibido órdenes y las cumplimos. Desde luego que ninguno de nosotros pensó que se desencadenaría una masacre.

-¡No me diga! ¿Esperaba que los jefes comanches permitieran mansamente que se les hiciera prisioneros? -se burló Lucas.

-¡Maldición, eran solamente indios! Lo único que queríamos eran nuestros prisioneros. Se les había advertido que no vinieran al concilio si no traían a todos los cautivos. ¡Sus queridos comanches tuvieron tanta culpa como nosotros! -De inmediato, se corrigió:- No es que nosotros hayamos tenido culpa alguna, claro. Ellos empezaron la lucha, después de todo.

Los ojos de Lucas se llenaron de desdén.
-No le veo mucho sentido a esta conversación -dijo con dureza-. Si me disculpa...

-¡Fernández, no se vaya! -De mala gana, Fisher agregó:- Necesito su ayuda. Texas necesita su ayuda. Precisamos cierta información que usted nos puede suministrar. Probablemente sea el hombre que más sabe de comanches en Texas. ¿Qué podemos esperar ahora?

Hubo un tiempo, no muy distante, en que Lucas se habría negado a responder a esa pregunta. Se hubiera sentido un traidor. Pero después de matar a los dos comanches, se daba cuenta de que estaba irrevocablemente aliado con el hombre blanco. No obstante, le costó responder, y lo hizo con dureza:

-En primer lugar, le aconsejaría que olvidara sus ilusiones de ver a los prisioneros con vida -dijo-. Las mujeres y niños que no han sido adoptados formalmente por una tribu comanche probablemente estén muertos. En cuanto llegó la mujer que ustedes despacharon, sus destinos quedaron sellados. Los únicos que podrían salvarse de ser torturados hasta la muerte son los que han sido adoptados, pero tampoco albergaría demasiadas esperanzas en cuanto a eso. -Clavó en el coronel sus ojos helados y acusadores y le espetó:- Cuando violó la tregua en el concilio, ¿se le ocurrió en algún momento que podía estar sacrificando a mujeres y niños inocentes?

Fisher no quiso mirarlo a los ojos y Lucas resopló con desdén. Con gran esfuerzo logró controlarse y tomando la silla que estaba junto a él la giró y se sentó a horcajadas, apoyando los brazos sobre el respaldo. Su honestidad le obligó a decir:

-No puedo decirle exactamente qué sucederá, pero sí puedo decirle lo que creo que harán. -Frunció el entrecejo y miró a Fisher con ojos duros.- Sospecho que tarde o temprano verá un iracundo ataque de guerra en el horizonte que vendrá hacia aquí sediento de sangre de texanos. En cuanto a la tregua de doce días que tan gentilmente propuso, yo no confiaría en ella. Los comanches se pondrán furiosos y se sentirán -justificadamente, creo- traicionados. Por otra parte, es posible que se sientan inseguros y confundidos, cosa que puede favorecernos... al principio. Se han quedado sin jefes, pero eso no les impedirá vengarse. Además, los ataques en la frontera se volverán peores que una pesadilla. Ya no tienen motivos para contenerse. Se les han dado razones para que nos detesten con toda la ferocidad de su naturaleza. -La voz y la mirada de Lucas se tornaron duras como el granito.- Y estoy seguro de que comprende que ellos no querrán sentarse a hablar de paz en ninguna reunión que ustedes les propongan. La Masacre del Concilio será para ellos la peor traición posible; jamás la olvidarán ni la perdonarán. Y lo que es peor, es que usted, Lamar, Johnston y todos los otros les han dado una causa común que podría -fíjese bien que digo podría llevar a la unificación de todas las tribus comanches. En resumen, señor, tiene que esperar una guerra con los comanches que no terminará hasta que los texanos se vayan de la República o hasta que muera el último comanche.

* Aqui os dejo el siguiente, solo quedan unos pocos para terminarlos asi que si puedo, antes de irme a currar os lo programo para los proximos dias... os quiero mis niñas y os extraño, pero con la cercania de las navidades, yo curro en un centro comercial, y la falta de personal que tenemos, no tengo tiempo para nada.

besotes.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias una vez más por dedicarnos tu escaso tiempo. De verdad te agradezco que sigas con este relato que a mi me tiene enganchadísima. Eres un sol.
Un besazo

María A.

Ay, a ver si aclaran ya sus sentimientos y estalla la guerra pero de .... los corazones (¡qué cursi me ha quedado! jajaja.

Anónimo dijo...

Gracias por el esfuerzo, y por todo.
A ver si Sarita vuelve en sí y se dicen de una vez lo que estamos esperando.

Anónimo dijo...

De nuevo se me han juntado dos jajajajajaj Himara hija, que cuando te pones las pilas...si al final no quiero que termineeeee jajajaajjaj
Sarita se siente cumpable de lo que ha pasado? Noooooo que entonces lo va a tener crudo el pistolero !!! con lo que ha pasado el pobre por ella... que ha matado hasta dos comanches !!! Uyyyyy y encima se avecina tormenta guerrera jajajajaj al pistolero ni le toquen eh? de una forma o de otra tenemos el campo libre ya... lo siento por Mignon pero que descanse en paz jajajajajj
Me voy a leer el siguiente, besitos corazón.

Ayla.

Anónimo dijo...

Como a Ayla , tambien se me han acumulado dos. En este 1º ya nos hemos deshecho de una piedra del camino (lo siento por Mignon , de verdad que si, pero es que sintiendolo mucho sobraba), ahora a ver si el dolor por la culpa se le pasa pronto a la niña y podemos empezar a hablar de otras cosas.

Gracias por todos tus desvelos corazon, se te quiere muchisimo, besos.


CHIQUI.