El sol aún estaba sobre el horizonte cuando el grupo llegó al pie de las montañas. Ahora cabalgaban a todo galope, pues la caravana se encontraba a muchos kilómetros de distancia. Lucas abrigaba la esperanza de que no fuese una caravana de mercaderes de esclavos, porque éstas generalmente llevaban poco alimento.
¡Maldita la mujer y su curiosidad! ¿Por qué conseguía irritarlo tan fácilmente? Él siempre se había enorgullecido de la serenidad de sus propias reacciones frente a las mujeres... hasta que conoció a Sara.
Le había irritado la noche anterior, cuando rehusó decirle por qué lloraba. Lucas no podía entender aquellas lágrimas. Sara nunca había llorado después de hacer el amor.
¿Conseguiría comprenderla alguna vez? Sara continuaba debatiéndose, pero Lucas sabía que le agradaba hacer el amor. ¿Por qué se oponía a lo que era tan grato?
Aquella mañana, cuando Sara apareció en el corral, él comprendió que su fingido interés no era más que una excusa para abandonar la tienda. Pero, ¿podía criticarla? Él habría hecho lo mismo. Estaba seguro de que ella no intentaría huir de nuevo; le temía demasiado. Quizá pudiera confiar en ella en la medida necesaria para dejar que recorriese libremente el campamento.
Lucas recordó la expresión de horror en el rostro de Sara cuando le dijo que salía para participar en una incursión. No había deseado explicarle ese aspecto de su propia vida. Tampoco a él le agradaba y sabía que ella se sentiría abrumada. Pero estaba tan irritado por las preguntas que había querido impresionarla.
No estaba acostumbrado a que le formularan muchas preguntas acerca de su vida y especialmente si quien lo hacía era una mujer. Ah, ¡pero qué mujer! A Lucas le complacía sobremanera tenerla cerca. Era un verdadero goce contemplar su belleza virginal. Ansiaba que llegase el momento de entrar en la tienda, porque sabía que ella lo esperaba... de buena o mala gana. Antes, su tienda había sido un lugar solitario que él evitaba todo lo posible.
Cuando se aproximaron a la caravana, que había acampado a orillas de un oasis para pasar la noche, Lucas vio cinco camellos, los bultos amontonados en el suelo y seis hombres reunidos alrededor de un pequeño fuego. Lucas y sus hombres rodearon el campamento, blandiendo las armas de fuego, y Qüisim disparó dos tiros para comprobar si la caravana se proponía combatir o entregar sus mercancías.
Uno por uno, los guardias de la caravana arrojaron lentamente sus rifles. Lucas desmontó y se acercó prudentemente, flanqueado por sus hombres, pero los seis guardias no opusieron resistencia. Preferían conservar la vida antes que luchar y morir por la propiedad de otro hombre.
Qüisim vigiló a los prisioneros, mientras el resto de la partida se ocupaba en abrir y saquear los bultos. Pronto todos se prepararon para pasar la noche, y abrieron algunos odres de vino y sirvieron carne seca.
A la mañana siguiente cargaron en uno de los camellos los alimentos y otros artículos que necesitaban, dejaron en libertad al resto de la caravana y partieron en dirección a las montañas. Llegaron al campamento alrededor de la media tarde y fueron aclamados por el resto de la tribu.
Llevaron los caballos al corral, descargaron el camello cargado y lo empujaron hacia las colinas donde podía pastar. Lucas permitió que los hombres se dividieran el botín y llevó a su tienda un gran arcón.
Abrigaba la esperanza de encontrar a Sara de mejor humor que la tarde de la víspera. La encontró tranquilamente sentada en el diván, la toalla cerca y las prendas nuevas sobre el regazo. La joven no dijo una palabra cuando Lucas entró en el dormitorio para depositar el arcón.
—Preciosa, podemos ir a bañarnos dentro de un minuto –dijo alegremente Lucas.
Volvió a la habitación principal y del arcón retiró un pequeño bulto.
—Querida, ¿ocurre algo? –preguntó Lucas, que confiaba en que el silencio de Sara no significara que aún estaba irritada con él.
Pero ella se limitó a apartar los ojos y menear la cabeza. Bien, no la obligaría a responder. Sin más palabras, Lucas la obligó a ponerse de pie y comenzó la marcha hacia la ladera de la colina, donde estaba el estanque de los baños.
Sara aún no había perdido su timidez cuando tenía que desvestirse en presencia de Lucas. Volvió la espalda al hombre, y con movimientos lentos se quitó la blusa y la falda. El dominó con mucho esfuerzo su deseo, y la contempló mientras entraba en el agua.
Luego Lucas desvió la atención hacia el saco que había traído; desenvolvió una navaja de doble filo, y procedió a afeitarse la barba que le había crecido durante la semana.
Tras sentirse satisfecho con el resultado, del saco extrajo una nueva pastilla de jabón y se reunió con Sara en el agua.
Había oscurecido cuando al fin regresaron al campamento. El fuego recién encendido iluminaba la tienda y las llamas proyectaban sombras en los rincones.
Lucas meditó acerca del aire hosco de Sara mientras ambos terminaban la cena. Esa actitud de la joven no podía continuar, porque él ansiaba llevarla a la cama. De todos modos, ella sucumbiría a sus avances después de la resistencia acostumbrada.
Reclinado en el diván, detrás de ella, Lucas jugueteó con los rizos sueltos que cubrían la nuca de Sara. Se inclinó hacia delante y con los labios rozó la piel suave detrás de la oreja y vio como ella se erizaba.
Después de beber el resto de su vino Lucas se puso de pie y se apoderó de la mano de Sara.
—Ven, Sarita –murmuró, y la condujo al dormitorio, sorprendido porque ella no oponía resistencia.
Mientras se desnudaba, observó a Sara que se acercaba al lado opuesto de la cama y se desataba la cabellera, que cayó esplendorosa sobre el cuerpo femenino. Asombrado, Lucas vio que ella se desnudaba con movimientos lentos y seductores. Se sentó desnuda en la cama, como si lo invitase a reunirse con ella. Pero cuando Lucas se acercó, ella alzó las manos para detenerlo.
—Lucas, tengo que hablarte –dijo Sara, buscando los ojos del hombre con los suyos oscuros, como de zafiro.
—Después, querida –replicó con voz ronca Lucas y silenció las palabras de Sara con un beso.
Pero haciendo un esfuerzo ella consiguió apartarlo.
—¡Por favor, Lucas! Necesito saber algo.
Él la miró, y vio los labios temblorosos y los ojos muy azules, casi oscuros.
—¿De qué se trata, Sarita?
—¿Qué te propones hacer conmigo?
—Pensaba hacerte el amor. ¿Qué otra cosa pensabas?
Lucas sonrió con picardía y jugueteó con los rizos que colgaban sobre los pechos de la joven.
—Quiero decir en el futuro... cuando ya no me desees... ¿qué harás conmigo entonces?
—A decir verdad, no he pensado en ello –mintió Lucas, porque en realidad no había nada en qué pensar.
Jamás consentiría que ella se marchase.
—¿No permitirás que regrese con mi hermano? –aventuró tímidamente Sara.
Lucas comprendió ahora qué inquietaba a Sara. ¿Creía realmente que estaba dispuesto a abandonarla? Por supuesto, lo pensaba, pues siempre se mostraba dispuesta a creer lo peor de él.
—Sarita, cuando me canse de ti... bien, en ese caso podrás regresar con tu hermano.
—Lucas, ¿me das tu palabra?
—Tienes mi palabra. Lo juro.
Lucas vio la expresión aliviada del rostro de Sara. Ella aflojó los músculos sobre la almohada y le dirigió una sonrisa tentadora
—Ahora, querida, olvidarás tus temores –murmuró él, marcándole el cuello con sus labios hambrientos.
—Casi todos –jadeó Sara.
Acercó el rostro de Lucas al suyo propio, y aceptó de buena gana el beso apasionado.
Lucas pensó fugazmente qué motivo tendría Sara para temerle. Pero ella ahora no se debatía y este cambio de actitud desconcertó y excitó a Lucas. No meditó mucho tiempo, porque no estaba en condiciones de desaprovechar el momento formulándose interrogantes triviales.
Cuando comenzó la alborada Sara despertó lentamente, arrullada por el dulce canto de un ruiseñor. Una mueca se dibujó en su bonito rostro cuando recordó la noche anterior, y las cosas que había llegado a hacer.
No necesitaba representar el papel de prostituta. Ya había conseguido que Lucas le prometiese devolverla a su hermano. Pero había hecho un trato con él y se había entregado sin resistencia para sellar el pacto. No era un sacrificio muy grande... de todos modos, él la habría poseído.
Sara sonrió al recordar cómo sus caricias habían enloquecido de deseo a Lucas. La ferviente pasión de Lucas los había elevado a ambos a alturas mayores que nunca. Y ella se había sentido atrapada por el mismo torbellino de deseo, hasta que la marea los había llevado a ambos a un océano de mutua felicidad.
Bien, ahora la noche había pasado. Se había entregado a Lucas por una razón. Pero puesto que se habían disipado sus temores, Lucas descubriría que en el futuro no estaba tan bien dispuesta. En realidad, se mostraría más obstinada que nunca.
“Será un día maravilloso!, pensó Sara mientras salía de la cama y se ponía la nueva falda de terciopelo malva y la blusa verde. Debería sentir repugnancia de sí misma, pero no era así. En realidad, se sentía feliz.
Pasó a la habitación principal para aplicar los últimos toques a la blusa malva antes de que Lucas despertase, porque no estaba dispuesta a permitir que él la viese con prendas de colores inarmónicos.
Un rato después, Lucas la llamó desde el dormitorio. Sara sabía que él la creía ausente y se disponía a contestar cuando oyó que Lucas maldecía.
Lucas irrumpió a través de las Cortinas sin haberse terminado de poner la túnica. Pero se interrumpió bruscamente cuando la vio, y la cólera de su rostro se convirtió en sorpresa.
—¿Por qué no has contestado?
—No me has dado tiempo. –Sara rió de buena gana, mientras depositaba a un lado las tijeras—. ¿Pensabas que te había abandonado de nuevo?
—Sencillamente, me preocupaba tu seguridad.
—Bien, no tienes nada que temer, estoy a salvo –replicó.
Temió echarse a reír otra vez si volvía a ver la expresión de disgusto en el rostro de Lucas, de modo que se inclinó prontamente sobre la costura.
Lucas se volvió y abandonó la tienda. Sara pensó en la preocupación que él había demostrado. No sabía si Lucas estaba realmente inquieto por su seguridad, o si sólo le desagradaba perder un juguete preciado.
Sara fue aquella tarde al corral. El sol no calentaba demasiado porque el invierno estaba próximo. Tendría que comenzar a confeccionar ropa de más abrigo.
Los caballos estaban todos en el corral. Miró alrededor, pero no vio a Lucas. Sintió la presencia de una persona detrás, y se volvió bruscamente, creyendo que era Lucas; pero le sorprendió ver que Silvina la miraba tímidamente.
—No he querido asustarte –dijo Silvina.
—No lo has hecho. Pensaba que sería Fahd.
—Ah, el jeque Fahd te vigila como un halcón. Creo que está muy enamorado de ti.
—Qué ridículo. No me ama. –Sara se echó a reír ante la idea—. Sólo me desea.
—No entiendo –replicó Silvina, con expresión de asombro.
—Esta bien, yo tampoco lo entiendo.
—¿Puedo hacerte una pregunta? –Silvina parecía confundida, pero continuó hablando cuando Sara asintió—. ¿Es cierto que comes en la misma mesa con el jeque Fahd?
Sara la miró sorprendida.
—Por supuesto, como con él. Si no fuera así, ¿dónde podría comer?
Silvina la miró con los ojos castaños agrandados por la sorpresa.
—No lo creí cuando Neva me lo dijo, pero ahora que tú lo confirmas, tengo que aceptarlo.
—¿Qué tiene de extraño que como con Fahd? –preguntó Sara con curiosidad.
—Está prohibido que las mujeres coman con los hombres –contestó Silvina, meneando la cabeza—. Eso no se hace.
De modo que Lucas infringía una regla cuando comía con ella. “Pero eso es ridículo –pensó Sara—. No soy una de ellas. Sus reglas no se aplican a mi persona.” De todos modos, no deseaba ofender a Silvina.
—Silvina, tienes que entender que me criaron de diferente modo. En mi país los hombres y las mujeres siempre comen juntos. Como ves, Fahd sencillamente trata de que me sienta cómodo en este país.
—Ah, ahora comprendo –sonrió Silvina—. Muy considerado de parte del jeque Fahd. Tienes mucha suerte de que te haya elegido.
Sara sintió deseos de reír. ¡Suerte! ¡La habían secuestrado y poseído contra su voluntad! Pero Sara advirtió que Silvina era una romántica y ella no deseaba destruir sus ilusiones.
—Fahd es un hombre apuesto. Cualquier mujer se sentiría afortunada si él la eligiese –mintió Sara. Cualquier mujer menos ella—. Pero, Silvina, ¿dónde están tus hijos? –preguntó.
—Loêla los está cuidando. Son sus únicos nietos y los mima mucho. Aquí es difícil casarse, porque no vienen muchos visitantes a nuestro campamento.
—Entonces, ¿cómo os conocisteis tú y Qüisim?
—Ah, Qüisim me raptó –dijo orgullosamente Silvina.
—¡Te raptó! –exclamó Sara.
¿Acaso todos aquellos hombres eran iguales?
—Antes de enemistarse, nuestras tribus solían compartir los pastos. Conocí a Qüisim cuando yo era niña y siempre lo amé. Cuando tuve edad suficiente para casarme Qüisim tuvo que raptarme. Mi padre habría prohibido el matrimonio.
—Pero, ¿por qué se enemistaron las dos tribus? –preguntó Sara, ahora más interesada.
—No lo sé, porque los hombres no explican esas cosas a las mujeres. Únicamente sé que el jeque Ali Hejaz de mi tribu guarda rencor a Lorén Alhamar. Tiene algo que ver con la madre de Jimîl, que era la hermana de Ali Hejaz.
En ese momento Lucas entró cabalgando en el campamento, con un rifle cruzado a la espalda y una larga espada ceñida al cinto.
—¡Ahora debo irme! –exclamó Silvina cuando vio a Lucas.
—Silvina, me agrada conversar contigo. Por favor, ven a visitarme en mi tienda. Serás bienvenida, y trae contigo a los niños.
—Con mucho gusto –dijo tímidamente Silvina.
Caminó deprisa hacia su tienda mientras Lucas enfilaba el caballo hacia Sara y, al llegar donde estaba la joven, desmontaba.
—¿Por qué se ha ido Silvina con tanta prisa? –preguntó Lucas.
Los reflejos amarillos de los ojos reflejaban la luz del sol mientras se inclinaba sobre Sara.
—Creo que te teme –contestó Sara, con una leve sonrisa en los labios.
—¿Qué? –Él pareció incrédulo—. No tiene por qué temerme.
—En eso te equivocas, mi señor, pues tu misma presencia provoca temor –se burló Sara—. ¿No puedes ver cómo tiemblo?
Lucas le respondió con una sonrisa perversa.
—Tú, querida mía, tienes mucho que temer –dijo, y con el dedo dibujó una línea en el brazo de la joven.
Sara se sonrojó, porque entendió el sentido de las palabras de Lucas. Tenía mucho que temer de él. Y el momento del día que más temía estaba aproximándose, porque se había puesto el sol.
Compartieron una deliciosa comida preparada por las manos hábiles de Loêla. Después, Lucas se reclinó en el diván y se dedicó a leer uno de los libros que había traído para Sara, con un odre de vino al lado. Sara se fue al diván que estaba enfrente y ocupó su tiempo en cortar retazos de seda. Había decidido agregar mangas largas al vestido que ella misma había diseñado. El tiempo era cada vez más frío y deseaba usar las chilabas de Lucas para abrigarse.
Quizá pudiese confeccionar su propia túnica... una túnica de grueso terciopelo, con una kufiyah haciendo juego. Se rió en voz alta cuando se imaginó vestida como un beduino.
—Querida, ¿qué es lo que te divierte?
—Me imaginaba con la túnica de terciopelo que llevo idea de hacerme. He observado que el tiempo es cada vez más frío –contestó Sara.
—Es sensato de tu parte prepararte, pero no le veo la gracia. –observó Lucas, depositando el libro sobre la mesa.
—Bien, no se trata sólo de la túnica, sino de la kufiyah que hará juego. No es exactamente lo que una española elegante usa en estos tiempos.
Lucas sonrió, los ojos blandos y cálidos.
—¿Deseas que traigan tu equipaje de El Cairo? Puedo arreglar eso.
Sara pensó un momento.
—No... la súbita desaparición de mi equipaje inquietaría a Gonzalo. No deseo que se preocupe por mí, y por el lugar en que estoy. Puedo arreglarme con las telas que tú me has traído.
Sara miró fijamente las tijeras que tenía en la mano. Pobre Gonzalo. Abrigaba la esperanza de que acabase aceptando que ella había muerto, en lugar de preguntarse dónde estaba y cuánto sufría. La cólera la consumió al pensar en el hombre cuyos deseos habían descalabrado la vida de la propia Sara.
—¡Sara! –gritó Lucas, sobresaltándola—. Te he preguntado si deseabas que tu hermano Gonzalo te creyese muerta.
—¡Sí! –gritó a su vez Sara, con el cuerpo rígido de cólera—. Mi hermano y yo estábamos muy unidos. Gonzalo sabe cuánto sufriría viéndome dominada por un bárbaro como tú. Sería más humano que me creyese muerta hasta que pudiera regresar con él.
Lucas se puso de pie, sorprendido ante la súbita cólera de la joven.
—Sarita, ¿tanto sufres aquí? –preguntó Lucas con voz neutra—. ¿Te castigo y te obligo a trabajar para mí?
—¡Me retienes prisionera! –replicó ella, dirigiendo una mirada hostil a Lucas—. ¡Me violas todas las noches! ¿Pretendes que me agrade ser poseída contra mi voluntad?
—¿Lo niegas? –preguntó en voz baja, Lucas, los ojos burlones.
Ella bajó la cabeza para evitar la mirada de Lucas, temerosa del sentido de las palabras del hombre.
—¿De qué estás hablando? ¿Si niego qué? –preguntó ella.
Con la mano bajo el mentón, Lucas la obligó a mirarlo a los ojos.
—¿Si niegas que te agrada hacer el amor conmigo? ¿Niegas que te doy tanto placer como tú me lo das? Sarita, ¿sufres tanto cuando cabalgo entre tus piernas una noche tras otra?
La rabia de Sara se convirtió en humillación, y bajó los ojos, reconociendo la derrota. ¿Siempre tenía que ganar la partida? ¿Por qué necesitaba preguntarle precisamente eso?
¡Maldito sea! No le dejaba ni un resto de orgullo, porque sabía que ella no podía negarlo. Pero no estaba dispuesta a concederle la satisfacción de reconocer el placer que obtenía de la unión con él.
—No tengo nada más que decirte –contestó fríamente Sara—. De modo que si me disculpas, quisiera retirarme.
—Sarita, no has respondido a mi pregunta –observó suavemente Lucas.
—Ni pienso hacerlo –replicó altivamente Sara.
Se puso de pie para entrar en el dormitorio, pero Lucas la detuvo y la obligó a dar media vuelta.
Sara embistió contra el hombro de Lucas para apartarlo del camino, y las tijeras olvidadas que sostenía en la mano se clavaron en el cuerpo del hombre. Ahogó una exclamación, horrorizada ante lo que había hecho. Él no reveló en su expresión el dolor que, según ella bien sabía, tenía que sentir, y se limitó a retirar del hombro las tijeras. La sangre brotó en abundancia.
—Lucas, lo siento... yo... no quise hacer eso –murmuró—. Olvidé que tenía las tijeras en la mano... ¡tienes que creerme! ¡Jamás he pensado en matarte! ¡Lo juro!
Lucas se acercó al gLutfiete sin decir palabra. Abrió las puertas y retiró un pequeño bulto. Con movimientos lentos regresó adonde estaba Sara, le aferró la mano y entró con ella en el dormitorio. No le ofreció ningún indicio de lo que se proponía hacer.
Pero Sara le quitó la camisa y lo obligó a acostarse. Él la miró con expresión fatigada mientras Sara le aplicaba la camisa al hombro para contener el flujo de sangre.
Sara salió deprisa de la tienda y encontró a Loêla. Consiguió inmediatamente agua y toallas limpias y regresó donde estaba Lucas. Las manos le temblaban sin control mientras limpiaba la herida y aplicaba el ungüento y las vendas que había encontrado en el bulto. Sabía muy bien que él vigilaba todos sus movimientos mientras aplicaba torpemente el vendaje al pecho y el hombro.
Sara aún experimentaba un terrible temor al pensar en lo que él podía hacerle. ¿Creía que ella había intentado deliberadamente matarlo? ¿Por qué no decía algo... lo que fuere? Sara no le miró a los ojos por temor de la cólera que podía ver reflejada en ellos.
Cuando terminó de vendar la herida, Lucas le asió de pronto las muñecas y la obligó a cubrirlo con su cuerpo.
¡Tienes que estar loco! –jadeó Sara, tratando de liberarse—. Conseguirás que la herida sangre nuevamente.
—Entonces, Sarita, dime lo que deseo oír –murmuró—. Di que te agrada hacer el amor conmigo, porque de lo contrario te poseeré otra vez y lo demostraré con tu propio cuerpo.
Los ojos verdes de Lucas estaban un tanto vidriosos a causa de la pérdida de sangre, pero él tenía voluntad suficiente para cumplir su amenaza.
¡De modo que ése era el castigo por la herida que ella le había inflingido! Tenía que reconocer que el amor de Lucas era para ella una fuente de placer. Pero ella no quería aceptarlo... ¡no podía!
El dolor de las muñecas a causa del fuerte apretón infundió coraje a Sara, que miró enfurecida a Lucas.
—¡Maldito seas, Lucas! ¿Por qué necesitas oírlo de mis propios labios, cuando ya conoces la respuesta?
—¡Dímelo! –exigió con voz dura.
Sara nunca lo había visto tan cruel e implacable. Asió sus muñecas con una sola mano y con la otra comenzó a levantarle la falda. Comprendió que si él cumplía su amenaza, podía desangrase mortalmente al abrirse de nuevo la herida. Y si él moría, Lorén ordenaría su muerte.
—¡Muy bien! –sollozó—. Lo reconozco. Reconozco todo. Maldito seas, ¿ahora estás satisfecho?
Cuando él la soltó, Sara rodó hacia un extremo de la cama y con el rostro hundido en la almohada sollozó suavemente.
—Cedes muy pronto, amor mío –sonrió Lucas—. Por muy grato que me parezca, no te habría hecho el amor. Prefiero gozar de muchas noches futuras, antes que morir hoy en tus brazos.
—¡Oh! ¡Te odio, Lucas Fernández. Te odio, te odio! –gimió Sara.
Él sonrió y poco después se adormeció.
“Maldito sea... maldito sea”, pensó ella en silencio rechinando los dientes para evitar el grito. Casi sin esfuerzo, la obligaba a abandonar sus decisiones más firmes. Ella cedía con expresiva rapidez, como él había observado burlonamente. ¿Habría sido mejor permitir que se desangrase? Pero en ese caso ¿qué habría sido de ella? ¿De veras deseaba verlo muerto?
Había sentido una náusea profunda en el estómago cuando vio las tijeras que se hundían en el hombro de Lucas, y cuando creyó que lo había matado. Pero, ¿por qué? ¿Miedo por Lucas, o por sí misma? No lo sabía, pero se prometió que en el futuro él no la engañaría tan fácilmente.
6 comentarios:
Un paso dado por Sara, reconocer que le gusta pero eso va a traer un pelín de resquemor jajajjaajaj aún nos falta ver sufrir un poco al Fahd no? se lo merece un poquito por machista, posesivo, moro y más jajajaaj pero... que bueno está!!! madre del amor hermoso!!! jajajajaj Ufffff mal acabo yo el año con esta sofoquina jajajaj
Continuaaa Himara porfi que este hombre nos quita el sueño. Achuchones y besotes.
Ayla.
Nos preguntas qué nos parece?????..... nos parece que está estupendoooo.... qué hombreeeee..... Sara ya ha reconocido lo que él le hace sentir, ahora falta que el vea que no es sólo deseo lo que siente por Sara....
No tardes mucho, guapa, que necesito saber como continúa...(por mi salud mental, más que nada...jajaja)
Besitos
María A.
Pues me parece que es un machista, un perverso...un desconsiderado pero como dicen las niñas está de buenooooooo y como seguro que todo eso cambia yo encantada porque estos dos estan ya muy enamorados y pobre Sara cuando le ha clavado las tijeras y Lucas ni se ha immutado...si es que vaya pedazo de hombre ummmmmmmmmmmm.
Un besazo y gracias por regalarnos este relato pero quiero másssssss jejejejejej.
lluvia.
Machista y moro, sí, pero no por su culpa, pobrecillo, que eso es el entorno, la cultura y la época. Y otras virtudes tiene para compensar.
(Que yo se lo perdono todo, es mi debilidad)
Muuuuuy machista y muuuuuuy moro....no termina de gustarme este tio, yo que pensaba que le iba a ocurrir algo en la incursión esa..¡que lastimica!.
Un besote Himara.
Blue.
Me encanta tu historia, me tiene super enganchada, estoy deseando que publiques el próximo capítulo. Los personajes son geniales, me encanta el carácter de los 2 protas, muy acertados con sus personajes, te felicito, en serio.
Gracias por lo que haces y por favor... no dejes de hacerlo!!
un besazo
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