La boda se había celebrado. Arriba, en la habitación amplia y algo sombría en que había vivido toda su vida, la recién desposada señora de Philliphe Mignon, nacida Sara Miranda, contempló temerosa y maravillada la alianza ancha y labrada de oro que llevaba alrededor de su delgado dedo. ¡Estaba casada! ¡Casada con un hombre al que casi no conocía! Un hombre que en un lapso pavorosamente breve la alejaría de España y de todo lo que había conocido.
Norteamérica quedaba tan lejos de Barcelona, en España, pensó con un repentino escalofrío. Muy lejos de los valles ondulados y los bosques su adorada tierra natal.
Pero eso era lo que ella deseaba, ¿verdad? ¿Forjar una nueva vida, una vida llena de calidez y amor? ¿Sentirse, por fin, amada y protegida? Ser más que un odioso recuerdo de un matrimonio que para su padre no era digno de su título pomposo ni de su inmensa fortuna.
Con una expresión vulnerable en la boca y una sombra en los hermosos ojos violetas, Sara se miró en el espejo, deseando como lo había hecho tantas veces, que su madre estuviera viva, que no hubiera muerto al nacer ella. Había tantas preguntas para las que necesitaba una respuesta, tantas cosas que debía saber acerca de ser una esposa... y no había nadie hacia quien volverse. ¡Por cierto que no podía contar con su padre o con Ruth! Respiró hondo. No, no podía preguntárselo a Ruth, pues sabía muy bien que Ruth consideraba el primer matrimonio de Don Miranda un terrible error.
Pero el suyo sería diferente, pensó Sara con una oleada de vehemencia, apretando los puños pequeños. ¡Philliphe la amaba! y bien, ella se obligaría a amarlo. Ya lo respetaba, y con el tiempo, estaba segura de que las misteriosas y exquisitas emociones sobre las que había leído en las pocas novelas que habían caído en sus manos se apoderarían de ella y la llevarían a un maravilloso mundo de pasión y ternura. Ella y Philliphe encontrarían juntos el amor. ¡Se amarían para siempre!
Sus pensamientos no la tranquilizaron demasiado y tratando con valor de ahogar el temor y las dudas que volvían a aflorar, se concentró en la tarea simple de desprender los numerosos botones diminutos de perlas del ajustado puño de su vestido de bodas. Era una prenda exquisita, realizada en pesado raso blanco y con el velo vaporoso con incrustaciones de perlas que le ocultaba casi totalmente los rizos pálidos; Sara había parecido una criatura etérea de otro mundo cuando había avanzado hacia el altar de la capilla familiar hacía menos de una hora. Sabiendo que perdía tiempo deliberadamente y postergando el momento en que debería reunirse abajo con los invitados, se apresuró a desprender los botones. Debió de haber llamado a una criada, pero como sabía que todas estaban ocupadas con los preparativos, no quiso alejarlas de sus tareas. Ahora se arrepintió de no haberlo hecho; quitarse el vestido resultaría difícil, y si Ruth llegaba y la encontraba todavía sin cambiar...
Suspirando, con expresión pensativa, finalmente logró desabotonarse el vestido y quitárselo. Lo dejó a un lado sin sentir remordimientos. El vestido significaba poco para ella; al igual que el matrimonio en sí, había sido planeado para que resultara adecuado. Todo tenía que ser adecuado para la boda de la única hija de Don Tomas.
Y Sara no era más que una niña, una niña preciosa y solitaria, criada por sirvientes, que sabía poco acerca de su padre excepto que de vez en cuando llenaba los enormes salones de Tres Olmos con amigos aristocráticos y ocasionalmente la hacía aparecer para examinarla y comentar. Lo que conocía del mundo más allá de España lo había extraído de libros. Estos eran su único refugio, en ellos se perdía y soñaba durante las largas horas vacías. Como era natural, había asistido a una elegante escuela para señoritas, pero debido a su timidez e inseguridad, sólo tenía una amiga. Silvia Castro era todo lo que no era Sara, o "Sarita" como la llamaba Silvia con afecto. Alta y morena, con risueños ojos oscuros, espontánea y segura de sí misma, Silvia era dos años mayor que Sara y representaba todo lo que la otra muchacha deseaba ser. Como provenía de una familia que la adoraba y era una persona cálida, Silvia había tomado bajo su ala a la pequeña y pálida muchacha. Y durante los inciertos momentos en la Academia de la señora Pinch para Jovencitas, Silvia había protegido a Sara de las burlas ocasionales de algunas de las demás chicas. Pero luego Silvia se había marchado para reunirse con su familia en la provincia mexicana de Coahuila y desde entonces, Sara se había limitado a tolerar la vida en la academia hasta que terminó el curso y adquirió los atributos necesarios para una jovencita. Pero seguía siendo tímida e insegura, a pesar de su decisión de parecerse a Silvia, su amiga idolatrada. Quería que la gente la amara, quería sentirse amada por alguien especiál.
Lo que sabía sobre el amor lo había aprendido en las novelas que ella y Silvia habían leído a escondidas en su pequeña habitación de la escuela. Soñaba, como muchas jovencitas, con el romance y la aventura, con un desconocido alto, moreno y audaz que de pronto entraría en su vida y con la fuerza de un trueno, la llevaría con él a algún lugar donde vivirían felices para siempre.
¿Acaso Sonia también habría soñado con una vida llena de amor?, se preguntó, sintiendo un vuelco en el estómago. ¿Habría pensado su madre que el amor que sentía por el joven y apuesto Don Miranda sería más fuerte que la reprobación que había causado su matrimonio, un matrimonio que no era lo que sus familiares y amigos habían esperado de él?
Sara volvió a sentir un escalofrío. ¿Acaso su marido, ese marido, que era tan diferente de sus sueños, se arrepentiría de lo que habla hecho? Pensaba también él que había cometido un error al casarse con ella y preferiría olvidar la existencia de su esposa? ¿La abandonaría en Norteamérica?
Se mordió el labio, deseando de pronto no haber permitido que su padre y Ruth la obligaran a contraer matrimonio. Ahora que ya estaba hecho, Sara estaba arrepintiéndose y se preguntó si habría sido prudente basar un matrimonio sólo en el respeto. ¿Hubiera sido mejor rebelarse ante los deseos de su padre?
Philliphe Mignon era, sin duda alguna, un joven apuesto. Y como había dicho Ruth más de una vez con un brillo frío en los ojos, era un joven rico y bien relacionado, a pesar de sus raíces norteamericanas. Y así, como tantas otras muchachas enfrentadas con una madrastra hostil, un padre que no tenía interés por ella y un pretendiente apuesto y amable que insistía en que aceptaran su proposición matrimonial, Sara había cedido, ahogando todas sus dudas, sus sueños y sus temores. ¿Qué otra opción le quedaba?
En la España de 1836 reinaba Isabel II y en Inglaterra reinaba Guillermo IV, Billy el tonto, su sobrina Victoria, de apenas diecisiete años, se preparaba para asumir las tareas reales que algún día serían suyas. Las mujeres estaban casi totalmente bajo el dominio y control de los hombres de la familia. El papel de una mujer era claro: ser esposa y madre. Todo lo demás era impensable para una muchacha en la situación de Sara. Por cierto que no estaba preparada para ganarse la vida; todo lo que poseía era la educación que había adquirido en la Academia de la señora Pelaéz. Por desgracia, allí se habían ocupado más de enseñarle modales y comportamiento social que logros académicos, y si bien Sara tenía nociones de geografía e idiomas y sabía leer y escribir muy bien, no poseía otros conocimientos que pudieran atraer a un futuro empleador. Y la única ocupación respetable para ella era la de gobernanta o dama de compañía.
El trabajo de gobernanta quedaba descartado, lo sabía. Su edad conspiraba contra ella y a pesar de que no pensaba demasiado en su aspecto, el sentido común le decía que no se veía en absoluto como una gobernanta.
No con esos ojos violetas e inocentes enmarcados por largas pestañas oscuras moteadas con dorado, una naricita recta y una boca sensual. Y el pelo..., ¿cómo describir ese pelo? Un rayo de sol atrapado a la luz de la luna. Quizá... sin duda era una cascada rubia y luminosa que se curvaba en suaves rizos alrededor de su rostro.
De pie delante de un espejo hasta el suelo, Sara se observó con imparcialidad. No, jamás la tomarían por una gobernanta con esas facciones y ese cuerpo delgado que todavía no había alcanzado su plenitud: los senos altos que todavía eran una delicada promesa, las caderas esbeltas. Sin embargo, a pesar de su poca estatura, había algo en ella que insinuaba que algún día, cuando su cuerpo adquiriera la plenitud de la madurez, Sara se convertiría en una hermosa mujer dueña de un rostro y un cuerpo que harían que más de un hombre la mirara con admiración y deseo.
Pero ahora, con el rostro de una niña inocente y el cuerpo pequeño y delgado, Sara no vio nada que pudiera haber alentado a un hombre como Philliphe Mignon a suplicar su mano con tanta insistencia. Pero él lo había hecho y ella había aceptado; ¡el pesado anillo de oro sobre su dedo era prueba suficiente de eso!
La puerta se abrió de repente y Ruth entró en la habitación, enfundada en un magnífico vestido de raso con flores de brocado en el mismo tono. Contempló con impaciencia la figura esbelta dentro del innecesario corsé y la camisola de linón que estaba junto al espejo.
-Cielos, Sara, ¿todavía no te has cambiado? ¡Tienes invitados que te aguardan abajo! Invitados y un nuevo marido, debería agregar. ¿Dónde está Bernarda? ¿No tocaste la campanilla para que viniera a ayudarte?
Sara permaneció muda bajo el ataque de Ruth, sabiendo que su madrastra no deseaba realmente una respuesta ni hubiera escuchado una explicación.
Ruth atravesó la habitación y tiró con fastidio de la cuerda de la campanilla.
-Tendrás que dejar de hacer el tonto de esta forma. ¡Ahora eres una mujer casada!
Decidida a no enfurecer aún más a Ruth, Sara, sonrió y dijo con voz suave:
-No me siento en absoluto diferente, madrastra. Me siento igual que antes de la boda. ¿Acaso unas meras palabras deben hacerme cambiar?
-¡Qué pregunta ridícula! -le rebatió Ruth-. ¡Por supuesto que sí! Ahora eres la señora Mignon, además de la hija de Don Miranda. Esta noche partes para el Port de Barcelona y desde allí, hacia Norteamérica. ¡Las palabras de la ceremonia nupcial lo hicieron posible! ¡Qué tontería de tu parte preguntar si unas meras palabras pueden cambiarte!
Antes de que Ruth pudiera continuar con lo que se estaba convirtiendo en una venenosa diatriba, una criada de rostro cansado entró en la habitación.
Haciendo una reverencia asustada ante Ruth, la mujer, Bernarda Gonzales, preguntó con nerviosismo:
-¿Me llamaba, señora?
Ruth apretó los labios con desagrado y respondió con dureza.
-Ayuda a la señora a vestirse, rápido. Bastante tiempo ha perdido ella ya. -Luego, sin prestar atención a las otras dos, Ruth se frotó au cabello oscuro con satisfacción y después de acomodarse la voluminosa falda innecesariamente, se dirigió a la puerta.- Te espero abajo en veinte minutos, Sara. ¡Procura estar allí! Y si eso no sucede, Bernarda, ¡tú tendrás que vértelas conmigo!
Sara intercambió una mirada con la criada, pero ninguna de las dos dijo una palabra. Bernarda se dirigió a un guardarropa de caoba donde colgaba un hermoso vestido de tafeta azul, aguardando a su dueña.
Con habilidad, Bernarda deslizó el vestido por encima de la cabeza de Sara y acomodó la amplia falda. Sólo le llevó un momento abotonarlo y después de enderezar el espumoso encaje que cubría la parte superior, Bernarda fijó su atención en el cabello de Sara.
Consciente de la ira de Ruth si Sara no llegaba a la hora indicada, Bernarda no perdió tiempo al recoger el cabello casi plateado en un nudo en la parte superior de la cabeza, y luego peinar la parte delantera en suaves rizos que caían sobre las sienes.
Le entregó un par de largos guantes blancos y un abanico de marfil de la India y la acompañó hasta la puerta. Sonriéndole de forma alentadora, Bernarda dijo:
-Si me permite hacer un comentario personal, señorita -es decir, señora- fue usted una novia hermosísima y todos nosotros queremos desearle lo mejor a usted y al señor Mignon.
Sara sintió una oleada de calidez y se preguntó si su propia timidez le habría impedido mantener una relación más estrecha con los criados de su padre; hasta ahora siempre le habían parecido distantes y fríos.
Pero el momento pasó y ya era tarde para pensar en el pasado. Con una sonrisa valerosa en los labios y los hombros delgados muy erguidos, se dirigió lentamente a la gran escalinata que conducía a la planta inferior. Jamás volvería a estas habitaciones; ¡se encaminaba hacia el futuro! Por un instante cerró los ojos, rogando no haberse equivocado al aceptar la proposición matrimonial de Philliphe Mignon.
Abajo, en el salón de baile, decorado para la ocasión con enormes floreros con claveles y gladiolos blancos, había otros que también se preguntaban si la decisión de Don Miranda de aceptar la proposición del señor Mignon había sido lo mejor para su hija.
La duquesa viuda de De Santiago susurró al oído de su amiga, Allison Morris:
-Al fin y al cabo, ¿qué sabe una realmente de este joven, aparte del hecho de que tiene muy buenos modales? Por cierto que no me gustaría casar a una hija mía con alguien sobre quien sé tan poco. ¡Y la muchacha es tan jovencita! ¡Siempre creí que Ruth al menos la haría gozar de una temporada antes de casarla de esta forma tan precipitada! -Poniendo los ojos en blanco con gesto expresivo, prosiguió:- Por supuesto, debe de ser mortificante tener una hijastra tan joven, ¡y tan hermosa, además! Supongo que no se puede culpar a Ruth por maquinar esta alianza. En cuanto a Miranda, todos saben que se arrepintió de su primer matrimonio y que jamás le prestó atención a su hija. Si Sara hubiera sido un varón... -Hubo un instante de silencio mientras ambas damas consideraban cuán diferente habría sido la vida de Sara si ella hubiera sido el hijo varón que su padre deseaba. Luego la duquesa continuó:- Me da pena la chiquilla. Criada por sirvientes y pasando la mayor parte del tiempo en esa academia. Miranda no tendría que haberla tratado así. ¡Imagína, pasar por alto a tu propia hija! La pobre niña directamente no tuvo vida familiar; ¡sólo sirvientes y maestras! ¡Nadie que realmente se preocupara por ella!
-¡Vergonzoso! -murmuró Allison Morris, apenada-. ¡Aun si él se avergonzaba de los antecedentes de su primera esposa, que eran respetables aunque no fueran
impecables, no había motivos para tratar a su única hija de forma tan despreciable!
-Estoy de acuerdo contigo, querida. Pero sabes cómo es Tomas: ¡Jamás he conocido a un hombre tan altivo y frío! -Acercándose aún más a su amiga, la duquesa viuda susurró:- Considera su matrimonio con Ruth. Ella tiene veintiocho años, ya no está en plena juventud y no puede llamársela bonita, aunque es atractiva. Pero por su alcurnia, porque es la hija de un duque, Miranda decidió que era una esposa apropiada. Quiere un heredero, ¿sabes?
Contemplando a Ruth mientras esta conversaba con varios conocidos de Londres en un rincón del imponente salón, Allison Morris preguntó:
-¿Crees que está encinta?
-Probablemente; con más razón habrá querido casar a la pequeña Sara con un norteamericano. ¡Ruth no debe de querer que sus hijos compartan la fortuna de Miranda con una hermanastra! Espero que Miranda haya hecho lo correcto con la niña.
Philliphe Mignon, observando a Sara bajar la escalinata, sentía curiosidad por lo mismo. No tenía intención de ver a Sara privada de una fortuna simplemente porque su padre se había casado con una mujer codiciosa y egoísta. Le sonrió con naturalidad y se acercó a saludarla.
-Estás hermosa, mi vida. De veras, hoy soy el hombre más afortunado de todos -terció en voz baja, disimulando su expresión calculadora mientras la miraba.
Algunas de las dudas de Sara se disiparon cuando contempló ese rostro apuesto. Philliphe Mignon era un joven agradable y bien parecido. Tenía ojos grises, una nariz viril y una boca bien formada. Sólo una persona muy observadora y perspicaz habría notado que los ojos tendían a no fijarse en los de su interlocutor y que el mentón era algo débil. Era rubio, aunque no tanto como Sara, y medía un poco menos de un metro ochenta. Los bigotes lo hacían parecer mayor que sus veintiséis años.
Sara le dedicó una sonrisa tímida -sentía todavía una mezcla de respeto y temor por su nuevo marido y bajó la vista hacia las zapatillas de raso que asomaban por debajo de la voluminosa falda de su vestido.
-Espero no haberte hecho esperar demasiado -murmuró.
Philliphe le tomó la mano con gentileza e inclinando la cabeza hacia ella, susurró:
-Jamás me cansaría de esperarte, mi amor. El corazón atribulado de ella se abrió como una flor al sol ante las palabras de él, y una oleada de algo parecido al amor la invadió. Había tomado la decisión correcta y, con el tiempo, algún día podría corresponder al amor de Philliphe con la misma intensidad.
Hacían una hermosa pareja; Philliphe, algo más de una cabeza más alto que Sara, ambos jóvenes, esbeltos y rubios. Varias damas maduras sintieron que se les nublaba la vista al contemplarlos. Tenían el futuro por delante y sería maravilloso: Sara, por el momento la única hija de Don Tomas Miranda, heredaría una inmensa fortuna; Philliphe, el hijo menor de un poderoso terrateniente de Natchez, había recibido de su padre, como regalo de bodas, cientos de hectáreas a orillas del Misisipí en Luisiana. Estaban construyendo una magnífica mansión para ellos en lo que se denominaba el alto Natchez. En cuanto a regalos de los invitados, la pareja tendría todo: cristalería, objetos de plata, porcelanas, ropa blanca, adornos exquisitos y numerosas y costosas chucherías habían inundado la casa desde hacía días.
-Felicitaciones, Mignon -graznó una voz dura detrás de la pareja, interrumpiéndolos.
Sara se volvió lentamente en dirección a la voz, notando distraída que Philliphe de pronto le soltaba la mano como si esta le quemara y se ponía rígido al girar hacia el hombre rudo y corpulento que había hablado.
-Gracias, Gallardo -respondió muy rígido-. No esperaba verte aquí.
-¿No? -preguntó el otro hombre-. ¿Creíste que me perdería la boda de uno de mis amigos más queridos?
Consciente de una extraña y repentina tensión en el aire y sorprendida por una nota en la voz de Gallardo que no lograba comprender, miró primero a uno y luego al otro. La primera impresión que le causó el señor Gallardo no fue favorable. La asustó un poco con esos ojos helados y esas facciones toscas, casi feas. Tratando de quebrar el silencio incómodo en que se habían sumido, Sara preguntó con suavidad:
-¿No vas a presentarme, señor Mig... es decir, Philliphe? Creo que no te he oído nombrar nunca al señor Gallardo.
-¿Que no me ha nombrado? -repitió Gallardo con una risotada dura-. ¡Qué curioso! Hace menos de seis semanas, en Madrid me juró am... amistad eterna.
-¡Baja la voz, imbécil! Todos nos están mirando -murmuró Philliphe. Sus ojos adquirieron una expresión cautelosa. Al ver la mirada azorada de Sara, su expresión se volvió angustiada-. Déjanos solos un momento, ¿quieres, mi vida? Gallardo no está en sus cabales.
Sin aguardar la respuesta de ella Philliphe tomó al otro hombre del brazo y lo guió rápidamente hacia los jardines. Ella se quedó mirándolos, anonadada por lo que acababa de escuchar. ¿Cómo habría llegado su marido a tener un amigo tan extraño? Vaya, pensó, el señor Gallardo parecía casi celoso...
Ese pensamiento le trajo a la mente uno de sus mayores temores, sabía tan poco acerca de Philliphe Mignon, excepto el hecho de que provenía de una familia respetable y que Don Toomas le había dado permiso para que se acercara a ella con una propuesta matrimonial. Al pensar en los últimos meses, admitió que su noviazgo había sido un asunto muy insípido. Como era casi totalmente inocente respecto de las relaciones entre hombres y mujeres, no estaba segura de cómo sabía eso: sólo presentía con intensidad que faltaba algo entre ella y Philliphe. Realmente su noviazgo no había sido ese torbellino de éxtasis que había leído en las novelas, y Philliphe tampoco se asemejaba al héroe moreno y vibrante con quien ella había soñado. Casi con pesar recordó que Philliphe la había cortejado con suma corrección y se obligó a reprimir el deseo de que él hubiera sido más ardiente, más ansioso por robarle un beso o abrazarla subrepticiamente. Era muy vulgar y no estaba nada bien pensar en esas cosas, se dijo con severidad. ¡Las jovencitas de su posición y educación no pensaban en cosas comunes e innecesarias como besos y abrazos robados!
Sara había aprendido de Ruth algo acerca de sus deberes matrimoniales, como por ejemplo que tenía que "obedecer a su marido y tolerar en silencio y con compostura el hecho de que él satisficiera sus tentaciones más bajas". ¡Eso sí que no sonaba nada emocionante, ni se asemejaba a las emociones intensas que animaban a sus heroínas favoritas! Pero claro, sus heroínas estaban enamoradas, no se casaban sólo por conveniencia.
Fastidiada consigo misma por quejarse de su suerte y por desear algo que ni siquiera podía nombrar, echó una mirada tímida alrededor de la habitación, esperando encontrarse con una mirada amistosa. Tuvo éxito, pues la duquesa viuda de De Santiago y Allison Morris, notando que Philliphe la había abandonado se acercaron a ella, y Sara se encontró apretada con calidez contra el cuerpo regordete de la duquesa y luego envuelta en el abrazo cariñoso de Allison Morris.
-¡Mi querida, queridísima niña! -exclamó la duquesa, esbozando una sonrisa alentadora-. Eres una novia preciosa. Me alegro muchísimo por ti y me regocija verte comenzar con éxito tu vida.
-Sí, querida Sara, eres muy afortunada -acotó Allison Morris, observando la frágil belleza de la muchacha con sus bondadosos ojos azules-. El señor Mignon es un joven ejemplar y hay que felicitarte por tu matrimonio. Te deseo la mayor felicidad, querida.
Confundida y algo sorprendida al verse objeto de tanta atención e inesperado interés por parte de dos de las más importantes damas de la fiesta, Sara sólo atinó a sonreír y balbucear:
-G ra... gracias.
Las dos ancianas le sonrieron como si acabara de decir algo extremadamente inteligente. La conversación habría languidecido en ese momento, si no hubiera aparecido el mismísimo Don Tomas, particularmente apuesto con su ajustada chaqueta de casimir color borravino y corbatín de raso blanco. Se acercó a ellas justo cuando Sara terminó de hablar.
-¿Abandonada por el novio tan pronto, Sara? -preguntó con ironía, echando una mirada hacia la puerta abierta junto a la que Philliphe y Charles Gallardo conversaban con vehemencia.
Sin saber qué responder, como siempre le sucedía cuando estaba en presencia de su padre, Sara le dirigió una mirada vacilante. Eran tan pocas las veces que él le prestaba atención, que ella no sabía si estaba realmente interesado o si comentaba sobre un hecho evidente. Esta vez, al menos, parecía estar interesado de veras, pues mientras miraba a Philliphe una arruga se dibujó en su entrecejo.
-¡Pues bien, no podemos permitir eso! -dijo al cabo de un momento-. Con su permiso, señoras, pienso reunir a mi hija con su marido. Ven, Sara. Philliphe debería estar avergonzado de sí mismo por descuidarte tan pronto. -y tomando a Sara suavemente del brazo, comenzó a atravesar el salón con paso decidido.
Para ella, caminar junto a su padre sintiendo la mano firme de él sobre su brazo fue una sensación extraña. Era la primera vez que su padre la tocaba y se maravilló ante el hecho de que sucediera ahora, cuando ella ya no estaba bajo su control. Mirando por el rabillo del ojo las facciones fríamente recortadas de él, le costó identificar a ese hombre distante como su padre. A pesar de que tenía casi cuarenta años, Tomas Miranda era un hombre increíblemente apuesto; alto, de más de un metro ochenta de estatura y corpulento, con un físico atlético. No resultaba sorprendente que Sonia se hubiera enamorado de él dieciocho años antes. Tenía el pelo color castaño dorado, de ese tono que nunca parece apagarse, sino que se vuelve más rubio con el paso del tiempo cuando las hebras plateadas remplazan a las doradas. El rostro se veía acentuado más que disminuido por las leves líneas en las mejillas y las atractivas arrugas que rodeaban los penetrantes ojos azules.
Sara dejó escapar un suspiro involuntario. Toda la vida había querido amarlo, pero la forma de ser de él se lo había hecho imposible. ¿Cómo puede uno amar a una persona que nunca está? ¿Cómo se puede amar a un padre que ha dejado en claro que no quiere saber nada de su hija? Por lo menos, recordó Sara sintiéndose culpable, no la había abandonado por completo, dejándola en la calle. Por esa razón trataría de apreciarlo y de no guardarle rencor por su falta de afecto.
Miranda oyó el suave sonido que hizo ella y la miró.
-¿Sucede algo, Sara?
Sorprendida porque él lo había notado, ella respondió rápidamente:
-Oh, no, papá, todo está maravillosamente bien.
-Bien, entonces esperemos que las cosas sigan así -replicó él con tono aburrido, terminando eficazmente con cualquier posibilidad de conversación.
Philliphe levantó la vista por casualidad justamente cuando ellos se acercaban. Adoptó una expresión casi aterrorizada y murmuró algo a su compañero. Gallardo, de inmediato, se volvió para saludar los y dijo con sorna:
-Ah, Don Miranda, debo felicitarlo por el matrimonio de su hija. Es una novia preciosa y estoy seguro de que Phill será un marido ejemplar. -Sonrió a Philliphe con expresión enigmática.
-Qué perspicaz de su parte darse cuenta de eso -respondió; Don Tomas con sarcasmo-. Pero claro, usted conoce a Philliphe muy bien, ¿no es así?
Gallardo hizo una reverencia, mirándolo con ojos duros como piedras.
-Sí, efectivamente, lo conozco muy bien. ¿Tiene alguna objeción, señor?
-Ninguna, siempre y cuando su... eh... amistad no interfiera en el matrimonio de mi hija. Estoy seguro de que me comprende.
Parecía que ambos hombres lo habían comprendido, pero Sara estaba completamente anonadada. Miró el rostro pálido y angustiado de Philliphe y luego la expresión sombría de Gallardo.
-¿Me está amenazando, Miranda? -gruñó Gallardo.
Miranda arqueó las cejas.
-¡No comprendo, señor! ¡Qué absurdo de su parte ofuscarse ante mis palabras! Vamos, Gallardo, cálmese. Sencillamente quise decir que no permitiré que el escándalo toque a mi hija. Su amistad con Philliphe no me interesa, siempre y cuando se comporte con discreción. ¿He sido claro? -preguntó con voz suave, pero peligrosa.
Gallardo volvió a hacer una reverencia.
-Perfectamente, señor. Y pienso que su opinión sobre el tema es algo apresurada. Philliphe y su esposa partirán muy pronto y creo que hasta para mí sería imposible desatar un escándalo en tan poco tiempo.
Miranda asintió, manteniendo una expresión velada en los ojos.
-Por supuesto. Sólo me pareció mejor asegurarme de que comprendiera la situación.
-¡Pues quede usted asegurado! -murmuróGallardo con sarcasmo.
Philliphe había permanecido en silencio durante el extraño coloquio y sus ojos esquivaron los de Sara, que estaba junto a su padre. Perpleja y sorprendida por la conversación, ella se movió inquieta, deseando que su padre no hubiera decidido interesarse tanto por la amistad de Philliphe con Gallardo. Era obvio que Philliphe se sentía muy incómodo y el corazón gentil de ella se abrió hacia él. Qué abochornado parecía, pensó con compasión. Movida por un extraño sentimiento de protección, soltó el brazo de su padre y se cruzó con decisión para situarse junto a su esposo, entrelazando su mano pequeña con la de él. Era como si quisiera alentarlo y sonriendo dulcemente a su padre y a Gallardo dijo en voz baja:
-Philliphe y yo agradecemos tu preocupación, pero tus temores son infundados, papá, si piensas que la amistad del señor Gallardo nos causará dificultades. Philliphe no sería amigo de nadie que no fuera un caballero.
Sería difícil decir quién fue el más sorprendido por sus palabras. Por cierto, la.propia Sara se asombró de poder hablarle con tanta valentía a su padre, y este quedó anonadado por el hecho de que la hija a la que siempre había considerado una chiquilla estúpida pudiera expresarse con tanta seguridad. Philliphe también fue tomado por sorpresa, pero se recuperó rápidamente, murmurando con alivio:
-Bien, ahora que todos comprendemos la situación propongo que cambiemos de tema. Después de todo, es el día de nuestra boda.
Don Tomas esbozó una sonrisa algo desdeñosa.
-Así es, y sería bueno que lo recordara. -Luego, echando una mirada en dirección a Gallardo, comentó:-Sugiero que nos ausentemos, Gallardo, pues es obvio que los recién casados desean estar a solas.
Gallardo vaciló un instante, como si quisiera decir algo más, pero Don Tomas le provocó diciendo:
-Gallardo, mi viejo amigo, sé que está entristecido por la partida inminente de Philliphe, pero todas las cosas llegan a su fin, ¿sabe? Vamos, dejemos solos a los niños.
Después de eso, Gallardo ya no pudo hacer nada y de mala gana siguió a Don Tomas a través del atestado salón de baile. Con la partida de ellos, un silencio incómodo envolvió a Sara y a Philliphe. Todavía asombrada por la forma en que había hablado ante tres hombres, ella preguntó con tono vacilante:
-¿Acaso tendría que haber permanecido callada, Philliphe? No quise entrometerme, pero papá y el señor Gallardo mantenían una conversación tan extraña... ¡y tú parecías tan apenado que sentí que tenía que hacer algo!
El le dirigió una mirada agradecida y apretándole la mano, masculló:
-No, no, sencillamente estoy encantado de que el incidente haya quedado atrás.
Ella miró el rostro incómodo de él con expresión preocupada.
-¿Philliphe, hay algo que debería saber? Quiero decir ... ¿acaso el señor Gallardo no es una buena persona?
El apretó los labios y dijo con repentino y desacostumbrado veneno:
-¡No, el señor Gallardo no es una buena persona! ¡Ojalá nunca lo hubiera conocido!
Sin comprender ni el tono ni sus palabras, Sara preguntó:
-¿Entonces por qué eres su amigo?
El le dirigió una mirada extrañamente patética y murmuró agitado:
-¡Porque soy un estúpido y no puedo evitarlo!
4 comentarios:
Espero que no sufra más Sara y que espabile un porquito, la veo corta de reflejos Jjajaajjaaj aunque cuando aparezca el pistolero Ummmmmmm se la van a despertar de repente Jjajajjajaj.Habeis puesto un trozo bastante extenso y eso me gusta aunque como soy un poco deboraletras Jjaajaja siempre se me hace cortísimo, ya sabeis...deseando leer lo siguiente, os espero impaciente princesas. Un besazoooo!!! el achuchón me lo guardo para el pistolero Jjajajajaj.
Ayla.
P.D. vaya papelazo le habeis dado a la Garbo!!! Jjajajjajjaj.
Decidimamente esta mujercita necesita alguien que la quiera y la ame hasta las trancas, ya estoy deseando ver a ese hombre al otro lado del charco.
Nenas pedazo curro, Himara ¡¡resume, resume!! jeje. Un besote enooorme para las dos. Blue.
Coñiiio quería decir "Decididamente" que se me traban los dedos en las teclas jajaja. Blue.
Ya me he puesto al dia , que llevaba un monton de retraso, esto promete y en cuanto entre en escena el pistolero ,seguro que espabila a Sarita por la via rapida,ya le añado dos personajes mas a la lista negra el Mignon y el Gallardo, estos dos no me gustan nadita , nada.
Espero que pronto colgueis otro capitulo y esta vez procurare leerlo al dia.Gracias y besos prinesas.
CHIQUI.
Publicar un comentario