La Hacienda del Cielo estaba situada en las tierras más hermosas que Sarita jamás había visto. A casi ochenta kilómetros al sudoeste de San Antonio, estaba enclavada en una zona escarpada de colinas cubiertas de robles con pintorescos valles verdes y arroyos azules bordeados de altisimos cipreses. A medida que se acercaban a la hacienda, veían grandes reses de ganado con sus enormes cuernos curvos que los identificaban como animales característicos de la República de Texas.
Habían partido de San Antonio en la madrugada del día anterior y el viaje hasta la hacienda había transcurrido sin incidentes.
Sarita se había sentido agradecida -en vista de sus recientes pesadillas- por el hecho de que Aitor y sus cuatro criados siguieran con ellos. La tranquilizaba y ella prefería olvidar el riesgo de peligro que existía; peligro de indios o de que los descubriera una banda de forajidos mexicanos que todavía asolaban los alrededores. Estos bandidos robaban, violaban y mataban, aparentemente con la bendición -por no decir el amparo- de la Ciudad de: México.
Philliphe sacó el tema de los indios, sin embargo, y mientras conversaban sobre lo que habían hablado con los Moreno, Sarita le confesó:
-Pienso que quizá tenías razón acerca de este viaje, Philliphe. Es peligroso. ¿Me creerías muy tonta si te dijera que he perdido el gusto por la aventura?
El no la creyó tonta, pero se sorprendió y se sintió muy aliviado. Sin ni siquiera querer saber qué había causado este tan esperado cambio, Philliphe preguntó con entusiamo:
-¿Significa eso que no tenemos que seguir? ¿Podemos regresar a Natchez?
Sarita lo pensó un largo instante; recordó su profundo deseo de ver a Silvia y a la pequeña Sara. El deseo seguía tan intenso como antes, pero estaba asustada y el viaje que había comenzado con tantas esperanzas y sueños ahora la hacía presentir un inminente peligro. Respiró hondo y dijo lentamente:
-Sí. Podremos quedamos con los parientes de Aitor durante una o dos noches y luego volver a San Antonio y retomar el camino de regreso.
Philliphe estaba encantado y no se molestó en disimularlo. Cuando se detuvieron para hacer descansar a los caballos y los bueyes, no pudo controlarse y le contó las buenas Nuevas a Aitor, que había optado por montar su caballo en lugar de soportar el encierro del carruaje, aun si esto significaba perderse la compañía de Sarita y darle una decidida ventaja a Philliphe.
-¿Regresar? -dijo Aitor, estupefacto-. ¿Quieres decir a Natchez? ¿No iréis a Santa Fe?
-No -replicó Philliphe con satisfacción-. Sarita ha decidido que no quiere ir más lejos. Igualmente aceptamos tu invitación a la hacienda, pero cuando partamos, iremos a San Antonio y de allí a Natchez.
Aitor miró fijamente a Sarita, tratando de descubrir la razón de este cambio repentino e inesperado. Sarita le devolvió la mirada, algo incómoda. Sabía que se estaba comportando como una tonta, pero si había existido un irrefrenable deseo de embarcarse en esta aventura, ahora había sido reemplazado por el de marcharse lo antes posible y volver a la seguridad de Briarwood.
-Sé que debes considerarme la criatura más inconstante del mundo, pero sucede que ya no quiero seguir con este viaje. Le escribiré a mi amiga desde San Antonio y le explicaré todo.
-¿Estás segura de que eso es lo que quieres hacer? -preguntó Aitor, sin saber qué otra cosa decir.
-Segurísima -declaró Sarita con firmeza. No había nada más que decir, aunque era obvio que a Aitor le habría gustado seguir tratando de convencerla. Pero dejó pasar el momento; era consciente de que por más que Sarita fuera a Natchez o a Santa Fe, igualmente se marcharía de su vida en unos pocos días... a menos que él pudiera convencer la de que se quedara con él. Tenía que saber que Philliphe tenía relaciones con hombres, decidió, tenía que saber que él no era el amante ardiente que tendría que haber sido. Y con eso en la mente, ¿no se sentiría más predispuesta a aceptar una proposición matrimonial de un verdadero hombre? ¿De un hombre que nunca se refugiaría en otro par de brazos, ni femeninos ni masculinos? Aitor hizo una mueca de desdén. ¡Masculinos por cierto que no! Decidido, resolvió que antes de que los Mignon emprendieran el regreso a Natchez le declararía sus sentimientos a Sarita. Se mostraba obstinadamente ciego al hecho de que ella no parecía interesada por ellos.
Sarita estuvo algo apagada durante el resto del viaje, pero cuando atisbó la hacienda, cuando rodearon una colina y entraron en un valle amplio y verde, se sintió feliz de haber aceptado la invitación. En el fondo del valle se alzaba la hacienda como una gran fortaleza de paredes blancas. Por encima de las paredes de adobe y de los árboles que rodeaban las viviendas se veían los tejados rojos de 1a casa grande. Un arroyo ancho corría por el valle, bordeado por cipreses y otros árboles y a los lados del camino polvoriento que conducía hasta la hacienda, había frondosos sicómoros.
Las murallas externas se alzaban a cinco metros del suelo; en la parte superior de ellas había afiladas puntas de hierro. Sarita se sintió como si entrara en un fuerte medieval cuando los grandes portones de hierro se cerraron detrás de ellos. La turbaba pensar que esos muros eran la única barrera que la separaba del salvajismo que la gente del lugar enfrentaba todos los días. Por donde miraba, a pesar del buen mantenimiento, de los signos de prosperidad y opulencia, siempre había algo que le recordaba que se habían tomado recaudos para protegerse de los indios; de pronto tomó conciencia de lo afortunada que había sido al haber llegado hasta allí ilesa y de lo agradecida que se sentiría si lograba regresar a Natchez sin ver a un indio. Esas agresivas puntas de hierro le recordaron que fuera de los muros la muerte andaba en un caballo pintado y golpeaba sin aviso ni compasión.
En realidad, había dos muros. Los externos protegían a los campesinos y vaqueros que vivían y trabajaban en el establecimiento. El área abarcaba varias hectáreas; era allí donde estaban situados los graneros, los establos, los depósitos y el aljibe. Los muros internos, a pesar de ser altos y fuertes, sencillamente aseguraban la intimidad de la casa grande.
Cuando el carruaje llegó a los portones del segundo murallón, se detuvo. Aitor desmontó y, tras abrir la puerta del carruaje con elegancia, ayudó a Sarita a apearse. Haciendo una pomposa reverencia, bromeó: -Señora, la Hacienda del Cielo aguarda la más mínima de sus órdenes.
Mientras bajaba con su languidez habitual, Philliphe murmuró con ironía:
-¿No es tu primo el que debe decir eso o confundo la situación?
Aitor se ruborizó de fastidio.
-No hay ningún error; la situación no ha cambiado en absoluto. Ahora, si me disculpáis un momento, le avisaré a mi primo de nuestra llegada.
Aitor se marchó, ofuscado y Sarita se volvió hacia Philliphe con expresión perpleja:
-¿Qué ha sido todo esto?
-Nada, querida -respondió Philliphe, sereno-. Sólo el joven Aitor dando una infantil muestra de mal carácter.
Sarita tenía sus dudas al respecto, pero optó por no decir nada y se dedicó a mirar a su alrededor mientras caminaban hacia una arcada por donde había desaparecido Aitor. Al otro lado había otro mundo y Sarita lanzó una exclamación de placer. Era un mundo de elegancia y refinamiento, de buganvillas rojas y moradas, enredaderas anaranjadas, y amarillas, fuentes resplandecientes, patios de baldosas y árboles verdes que daban su sombra a la casa. Las paredes de esta eran tan blancas que hacían doler los ojos. Arcadas moriscas y balcones de hierro labrado evidenciaban la historia de la hacienda.
Estaban cruzando el patio exterior cuando apareció Aitor, acompañado de un caballero orondo y barbado de unos cincuenta años. Una dama castaña con el pelo cubierto por una mantilla asegurada con una peineta se unió a ellos.
El hombre moreno de cabello oscuro no podía ser otro que don Paco; había un porte sencillo en su estampa pero sus ropas denotaban su posición. Sonrió ampliamente y exclamó con entusiasmo:
-¡Entonces ustedes son los amigos de Aitor! Vengan, pasen y refrésquense. La hacienda está a su disposición; estamos muy felices de que permitieran a nuestro incorregible pariente convencerlos de detenerse aquí unos días. Las visitas siempre son bienvenidas en la Hacienda del Cielo, pero los amigos de Aitor lo son más todavía.
Intercambiaron frases corteses y luego Aitor dijo:
-Creo que olvidamos las presentaciones y antes de que me acusen de descortés, doña Lola y don Paco, quiero que conozcan a mis amigos, la señora Sara Mignon y su marido, el señor Philliphe Mignon. Sarita y Philliphe, permitidme presentaros a la encantadora mujer de mi primo, doña Lola Castro de Fernandez y a mi primo, don Paco Fernandes de Silva
Aitor sonrió y agregó:
-Creo que sería más fácil si los nombres se redujeran sencillamente a Sarita y Philliphe y Paco y Lola.
Fue esta última la que respondió. Con un brillo de placer en sus grandes ojos oscuros, murmuró:
-Sí, joven, tanta formalidad no sería la forma de agradecer a tus amigos el haber sido tan gentiles contigo en tus viajes.
Sarita se había puestb pálida al oír el apellido Fernandez y trató desesperadamente de recuperar la compostura. Tratando de actuar con normalidad, dijo:
-¡Pero si es Aitor el que ha sido gentil con nosotros! Hasta ha querido cambiar sus planes de viaje para adaptarse a los nuestros. Aitor ha sido muy amable con nosotros y no nosotros con él.
Aitor se movió, incómodo y Paco sonrió con suspicacia mientras miraba a su primo.
-¿Quizá Aitor tomó como una gran gentileza de su parte que aceptara su compañía, mmm?
Todos rieron, pero la risa de Sarita fue forzada. Los pensamientos se le agolpaban en la mente y sintió una helada de impresión. ¿Acaso se trataba de una de esas sorprendentes coincidencias? ¿O se habría metido a ciegas dentro de la boca del lobo?
Tragó con dificultad y echó una mirada casi temerosa a su alrededor, como si Lucas pudiera estar observándola. Pero no había nadie oculto entre las sombras, sólo estaban la cálida luz del sol y la cordial bienvenida que le daban los primos de Aitor. Sin embargo, a pesar del día templado, Sarita se estremeció, preguntándose qué haría si resultaba que esta gente amable estaba realmente emparentada con Lucas Fernandez.
Pero lo único que podía hacer era sonreír y aceptar la copa de sangría que le ofrecieron una vez que estuvieron dentro de la casa. Estaban sentados en una elegante sala que daba a un patio lleno de plantas.
Sarita trató de relajarse y de unirse a la conversación, pero los pensamientos la atormentaban. Hasta que supiera con seguridad que no había relación entre estos Fernandez y Lucas, no podría ha cer otra cosa más que quedarse allí sentada, llena de ansiedad. Jugueteó nerviosamente con la copa y sonrió ante un comentario, preguntándose cómo podría descubrir si sus peores temores se materializaban.
Aitor lo hizo por ella, sin quererlo. Tras unos minutos de conversación preguntó a Paco:
-¿Ha llegado Lucas? Lo vi en Galveston cuando pasamos por allí y dijo que se encontraría aquí conmigo.
Don Paco sonrió.
-Mi hijo es como el viento... uno nunca sabe exactamente dónde o cuándo aparecerá. Pero quédate tranquilo, si dijo que vendría aquí, llegará en cualquier momento.
La delicada copa de cristal cayó de la mano inerte de Sarita y lo único que impidió que se rompiera fue la mullida alfombra que cubría el suelo. La sangría se derramó sobre el vestido de muselina amarilla de Sarita, que se quedó mirando, aturdida, la mancha rojiza. Un pensamiento se le había clavado como una lanza en la mente: ¡Don Paco es el padre de Lucas! Sin darse cuenta, dejó escapar un gemido de desesperación, pero en el alboroto general nadie lo notó.
Lola hizo a un lado a los caballeros y dijo rápidamente:
-Dejen, por favor. Venga, señora Mignon, la llevaré a las habitaciones que ocuparán. Haremos que una criada le limpie el vestido de inmediato. -Volviéndose hacia su marido, añadió con eficiencia.- Paco, amado, ocúpate de que Pedro o Jesús traigan los baúles de la señora Mignon a las habitaciones doradas para que ella pueda cambiarse.
-Nuestros criados pueden encargarse de eso, doña Lola -dijo Philliphe con tono cortés.
-No será necesario; déjelos descansar un momento. Tenemos criados de sobra. -Volviéndose hacia Sarita, Lola insistió:- Venga, señora; si quiere seguirme, me encargaré de que todo esté bien. Vamos, querida.
Como una sonámbula, Sarita la siguió por la galería frente al patio central. Le pareció un trayecto largo, pero estaba tan sacudida por la noticia de que Lucas Fernandez era el hijo de su anfitrión que no estaba en sus cabales. Aun cuando entraron en unas habitaciones decoradas en blanco y dorado, tenía la mente entumecida, pero tomando conciencia de que tenía que decir algo, musitó:
-Creo que el viaje desde San Antonio debe de haberme agotado más de lo que creí.
-Sí, es un viaje largo e incómodo -acotó Lola con tono compasivo-. ¿Le gustaría recostarse hasta la hora de la cena? Haré que le envíen una bandeja con un refrigerio. ¿Le parece bien?
-¡Sí, señora! -asintió Sarita con entusiasmo-. ¡Me gustaría muchísimo!
Sonriendo con amabilidad, la otra mujer asintió.
-Bien. La dejaré ahora y dentro de unos minutos, una de nuestras criadas se ocupará de todo lo que necesite. Sus sirvientes pueden regresar a sus tareas habituales por la mañana, si usted está de acuerdo.
Sarita hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y Lola concluyó con eficiencia:
-Entonces todo queda arreglado por el momento. No se preocupe por nada, sólo descanse. La veré más tarde.
Con la partida de Lola, la presencia de ánimo de Sarita se esfumó. Temblando, se acercó a una silla y se dejó caer sobre ella. "No tengo que comportarme como una estúpida", se dijo con severidad, apretándose las manos sobre el regazo. "No hay nada que temer... no es más que un hombre, no puede lastimarme... ¡quizá ni siquiera me recuerde!" y de pronto, con un vuelco en el estómago, comprendió que también se encontraría con Ruth y las manos comenzaron a temblarle de tal forma que tuvo que apretarlas firmemente una contra la otra. "¡Dios Santo!", pensó Sarita con angustia. "No puedo enfrentarme con Ruth, no puedo saludarla con cortesía, sabiendo que esos vidriosos ojos negros me observan con atención y gozan con mi humillación. ¿Y qué hay del primo de Ruth, Curtis? ¿Estará aquí también él?".
Sarita no tuvo tiempo de cavilar sobre su dilema, pues en ese momento se oyeron unos golpecitos en la puerta. Un instante más tarde, la puerta se abrió y al igual que en aquella tarde de Nueva Orleáns, Concha, la criada de Ruth entró en la habitación llevando una bandeja de plata. Sarita quedó paralizada. Su rostro se puso pálido de horror.
Concha se detuvo al entrar en la habitación; los ojos negros se clavaron de forma enigmática sobre la cara petrificada de Sarita. Permaneció en silencio un momento y luego dijo en voz baja:
-No tiene nada que temer de mí, señora. Sólo obedecí a mi señora aquel día y ahora no le haré ningún daño. Tampoco hablaré con nadie que no sea usted sobre los acontecimientos de ese día. -Al ver que Sarita no se movía, que permanecía como una hermosa estatua, Concha la miró con atención y luego dejó la bandeja sobre una mesa contra la pared. Se acercó a Sarita lentamente, como si estuviera frente a un animalito listo para huir y repitió con sinceridad:- No tiene nada que temer, señora. La señora Ruth ha muerto y con ella murieron muchas cosas. Confíe en mí, niña, no le haré daño. Ella está muerta y el pasado está detrás de nosotros.
Sarita oyó poco de lo que dijo Concha aparte de que Ruth estaba muerta. Clavando los ojos en el rostro arrugado y cetrino, susurró con incredulidad:
-¿Muerta? ¿Cómo puede ser? Era una mujer joven. Impasible, Concha respondió:
-Comanches. Ella se marchó de aquí, pero de camino a la costa, donde esperaba tomar el barco que la llevaría a España, ella y dos criadas, así como también los ocho hombres que la acompañaban, murieron a manos de los indios. Ella sufrió, niña, antes de morir. ¡Por Dios, cómo sufrió! Yo bañé y preparé su cuerpo para el funeral aquí en el cementerio familiar y vi las torturas a las que había sido sometida. Sufrió mil veces más que usted, señora. Eso no la disculpa, pero quizá le permita a usted compadecerse de la horrible forma en que ella murió.
El corazón de Sarita le dio un vuelco y ella volvió a oír a Ruth diciendo con odio: "¡Me pregunto por qué hasta ahora no has contratado a alguno de tus estúpidos salvajes para que te liberara de una esposa como yo!". Y la cruel respuesta de Lucas: "Me sorprende no haber pensado en eso hasta ahora". Sarita se estremeció.
No podía pensar en eso, se dijo, mientras trataba de aplacar las horribles sospechas que le cruzaban por la mente. Con voz ronca, preguntó:
-¿Por qué se iba a España? ¿Y cómo no estaba él con ella?
Concha se encogió de hombros y luego se dirigió adonde estaba la bandeja. Sus manos delgadas se movieron con rapidez para servir una copa de sangría que llevó a Sarita. Sarita la tomó y al ver el líquido color rubí, recordó tontamente la mancha sobre su vestido.
Bajó la mirada hacia la prenda y murmuró:
-Mi vestido. Está manchado.
Como si la otra conversación jamás hubiera tenido lugar, Concha dijo con tranquilidad:
-Sí, veo que está sucio. Si me permite, la ayudaré a quítárselo y me encargaré de que una de las otras criadas lo limpie inmediatamente.
Sarita asintió, sin querer pensar en la conversación anterior, sin querer pensar en que Lucas Fernandez había enviado deliberadamente a su mujer a la muerte.
Concha no hizo nada para romper el poco control que Sarita tenía sobre sí misma mientras le quitó el vestido manchado. Dejándola momentáneamente con la camisola y la enagua, Concha desapareció dentro de una de las habitaciones y regresó casi de inmediato con una bata que Sarita reconoció como propia, de modo que supuso que su equipaje había sido deshecho.
Concha la ayudó a ponerse la bata y la convenció de que bebiera su sangría. Aturdida, Sarita obedeció.
La sangría le infundió calor y la sangre comenzó a fluirle otra vez por las venas. Era una sensación agradable y casi distraídamente, Sarita tomó el vaso que Concha había vuelto a llenar. "Al menos", pensó casi al borde de la histeria, "si bebo mucho no podré pensar... ¡no podré pensar en las cosas terribles que me dan vueltas en la cabeza!".
Concha la guió hacia el dormitorio, haciéndola sentarse sobre un mullido sillón tapizado en brocado blanco y dorado. Moviéndose en silencio por la habitación, la criada quitó la colcha dorada y abrió unas puertas que daban a un pequeño patio. Echó una mirada a Sarita y al ver que ya no estaba tan pálida, dijo con tono práctico:
-Le di su vestido a María y ella se encargará de limpiarlo. Doña Lola me pidió que me ocupara de usted, pues hasta la muerte de la señora Ruth, yo era doncella... Si lo desea, puede pedir que la sirva otra criada.
Sarita se pasó una mano cansada por el pelo.
-No -dijo por fin-. No será necesario. Sólo daría lugar a habladurías y mañana por la mañana mi propia criada la revelara. -Sarita sabía que si rechazaba los servicios de Concha más de una ceja se arquearía con curiosidad y decidió que era mejor dejar las cosas como estaban... y sin embargo, sentía un deseo intolerable de conocer los hechos que habían rodeado la muerte de Ruth. Tenía que saberlo todo. Apretando con fuerza la copa de cristal, suplicó:- Concha, cuéntame sobre la muerte de Ruth. ¿Por qué se marchaba de aquí?
Concha vaciló y luego admitió con sencillez:
-El señor Lucas estaba decidido a divorciarse de ella. Le dio la elección de regresar a España e iniciar el divorcio ella misma o quedarse aquí y sufrir la humillación de que él iniciara los trámites. -Concha adoptó una expresión de desagrado.- ¡Cómo se enfureció y gritó ella! Se comportó como una mujer enloquecida; estaba tan furiosa que ni siquiera esperó a que se prepararan sus pertenencias personales. Hizo que Curtis contratara a los hombres que la acompañarían hasta la costa y a los tres días se marchó, con dos de las criadas más jóvenes. Yo iba a seguirla con todo el equipaje. Con frecuencia doy gracias a Dios porque ella no insistió en que la acompañara. Quería que me ocupara de todas sus cosas y eso fue lo que me salvó. -Con tono lacónico, terminó:- Los comanches mataron a todos a los dos días de la partida.
-Comprendo -dijo Sarita con voz temblorosa, preguntándose si Lucas se habría encontrado con esos mismos comanches y les habría indicado dónde podrían encontrar a su mujer. Se estremeció ante la idea, no quería creerlo capaz de semejante acción, pero temía que lo fuera. Había una sola pregunta más que tenía que hacer-: ¿Y qué sucedió con el señor Naranjo?
-El tiene su propio establecimiento no lejos de aquí -respondió Concha. Con expresión compasiva, agregó-: Tengo que advertirle que don Paco todavía lo considera un miembro de la familia... ¡y él estará aquí esta noche para la cena!
5 comentarios:
Gracias por seguir el relato..... estoy deseando que llegue esa cena... y sobre todo que llegue ÉL. jajajajaja.
María A.
Himarita, gracias por colgar otro trozo, ¡ay! estoy deseando de que Lucas aparezca por El Cielo....en el cielo mismo va a estar esa mujer jajajaja. Un Beso. Blue.
Ayyyyyy Himara cómo te haces desear jajajaja Blueeee !!! estará en el Cielo cuando aparezca el pistolero pero antes va a ver al mismísimo demonio jjajajajaj madreeee!!! atacá estoy que llegue jajajajaj cuento las horas que faltan para ver a Lucas Fernández Ummmmmmm.
Gracias Himara por este nuevo trozo y muchos besos pero... QUIERO A LUCAAAAAAAASSSSS!!!! jajajajjaj.
Ayla.
Se me olvidabaaaaa !!! que se j*** la Ruth!!! qué bichaaaa más malaaa...yo me quedo a consolar al viudo jajajjajajaj
Muaaaaaaks.
Ayla.
Esto se pone mas iteresante cada vez, um que pasara cuando se junten todos en El Cielo? , que hara Lucas cuando la vea?, pon pronto el siguiente capitulo cielo, que esto no se puede aguantar.
Por cierto lo de la muerte de Ruth, pues que Dios la tenga en su gloria , pero no nos ha dado ni pizquita de pena, es lo que tiene el que fuera tannnnnnnnnnn malisima.
Ya esperando al viudo pistolero ummmmmmmmmmmmmmm .Besitos.
CHIQUI.
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