La habitación estaba en silencio, quebrado por la respiración agitada de ellos y a medida que sus cuerpos se serenaron, aun ella dejó de oírse. Lucas no se apartó de inmediato, sino que con el cuerpo todavía sobre el de Sarita, se apoyó en un codo y contempló el rostro de ella con algo similar a la ternura.
Sintiendo timidez aun ahora, después de todo lo que habían compartido, Sarita desvió la mirada, preguntándose con pesar cómo podía amarlo y detestarlo al mismo tiempo. Una vez que se había recuperado del impacto de descubrir que lo amaba, lo había aceptado como lo había hecho con tantas cosas en su vida. Pero a diferencia de los otros hechos, atesoraba este a pesar del dolor que sabía que le acarreaba. ¡Amaba a Lucas Fernández, por más que fuera una locura!
"Lo quise desde el principio", pensó con sorpresa y sus ojos asombrados se fijaron en los de él.
-Regresa -murmuró Lucas con una sonrisa.- Te habías ido muy lejos de mí.
-¿Cómo puedes decir eso, si tu cuerpo aprisiona el mío? -preguntó ella con repentina amargura.
Los ojos de Lucas se endurecieron.
-Sí, tengo tu cuerpo, pero también quiero tu mente. Estabas muy lejos de aquí. ¿En qué estabas pensando?
Parte de la amargura de Sarita se disipó y ella respondió con sinceridad:
-En el baile en casa de los Costa, y en la primera vez que nos vimos.
-Fue allí cuando comenzó, ¿no es así? -dijo él y fue una afirmación más que una pregunta-. Esto que hay entre nosotros, esto que ninguno de los dos deseaba ni desea y que sin embargo existe desde aquel momento.
Sorprendida porque él admitiera una cosa así, Sarita lo miró con asombro.
-¿Tú también lo sientes? -preguntó con vacilación. El rostro de Lucas adquirió una expresión sardónica. Cambió de posición y quedó tendido junto a Sarita.
-¿Por qué no habría de hacerlo? Si no sintiera algo por ti, no hubiera reaccionado como lo hice cuando te encontré con Curtis y tampoco me hubiera sentido tan furioso y encantado al mismo tiempo cuando volví a verte en Cielo.
Era todo lo que estaba dispuesto a admitir por el momento, pero sus palabras hicieron que Sarita se estremeciera de emoción. Tragó con dificultad y logró decir:
-¿Y qué vamos a hacer al respecto? El le tomó el mentón y clavó sus ojos sobre la boca suave de ella. -No lo sé. ¿Qué te parece si tomamos cada día como se presenta y vemos qué sucede?
-N ... no l...lo sé -respondió Sarita con sinceridad. Con expresión preocupada, agregó-: No me gustaría ser tu amante. ¿No crees que sería inútil que continuáramos así... tú creyéndome una mentirosa y yo... -Sarita se interrumpió bruscamente. Casi le había confesado que lo amaba.
-¿Y tú qué? -preguntó Lucas, mirándola con un brillo calculador en las profundidades de sus ojos negros.
Sarita se mordió el labio y desvió la mirada.
-Nada. -Angustiada, exclamó:- Tendría que regresar a Natchez.
La idea de que ella pudiera alejarse de su vida lo golpeó y los ojos de Lucas se oscurecieron con una emoción imposible de definir. Como si le arrancaran las palabras, dijo en voz baja:
-Quédate, princesa. Quédate y finjamos que el pasado nunca ha existido y que sólo tenemos el futuro por delante -Su mirada se perdió en algún punto de la habitación.- No te obligaré a venir a mí -admitió lentamente-, al menos no de inmediato. Pero quédate para que descubramos qué es esto que hay entre nosotros y dame tiempo para que me reconcilie con lo que me dijiste y con lo que vi.
Sarita respiró hondo. Quería darle el tiempo que él le pedía, pero por otra parte temía que cuanto más tiempo pasaran juntos, más profundo se volvería su amor por él. Además, Lucas terminaría por darse cuenta de que ella había sido tan tonta como para enamorarse de él. ¡Qué poder sobre ella tendría entonces!
Al ver la indecisión en el rostro de Sarita, Lucas la abrazó de pronto y la besó con ternura y pasión y ella, sin poder resistirse, se fundió en él.
-Quédate -murmuró Lucas contra su boca-. Quédate y deja que el futuro se encargue de sí mismo. ¿Lo harás?
Sarita asintió, incapaz de negarle nada. El volvió a besarla y la ternura se convirtió en deseo. Juntos volvieron a hundirse en el mundo sensual de la pasión.
Era muy tarde, no muchas horas antes de la madrugada cuando Lucas llevó a Sarita por el corredor, envuelta en una bata de él y la dejó junto a la puerta de su dormitorio. Volvió a besarla largamente y dijo medio en serio, medio en broma:
-Trataré de no comprometerte más hasta que lleguemos a alguna decisión; esta noche tendrá que alcanzarme... por un tiempo.
Sarita lo miró desaparecer en la oscuridad. Rendida por la pasion y por sus propios sentimientos turbulentos, entró en la alcoba y se dejó caer sobre la cama. No tardó en dormirse y por primera vez en varios meses no la acosaron pesadillas ni sentimientos de culpa. Lucas, en cambio, no durmió. Tendido sobre su cama, deseando sentir el cuerpo tibio de Sarita junto a él, se quedó contemplando el vacío. Había dado los primeros pasos hacia un compromiso contra el que todavía luchaba. Sin embargo, pese a que hubiera sido tan simple negar la atracción que existía entre ellos, la había admitido. Peor aún, hasta había comenzado a preguntarse si quizás ella no había dicho la verdad sobre lo que había sucedido en Nueva Orleáns. Y si ese había sido el caso... Lanzó un improperio y se incorporó en la cama. Hizo a un lado la sábana, se levanto y comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación, desnudo como el día en que había venido al mundo.
De pie junto a los ventanales que daban al balcón, contempló los coloridos rayos de sol que comenzaban a iluminar el horizonte. Era un hombre frío, no tanto por naturaleza como por los acontecimientos que lo habían marcado y no concebía que una mujer pudiera destrozar todas las barreras que había construido para protegerse del dolor y de la desilusión.
Con cada momento que pasaba, se sentía vulnerable como un estúpido y enamorado adolescente. Con los demás siempre sería frío y distante, pero con la princesa estaba indefenso. La deseaba, la necesitaba... ¿acaso también la amaba?
Su mente rechazó la idea. No. No la amaré, declaró su mente con frialdad, pero su corazón se rebelaba. Quería que la dulzura y la calidez de Sarita se introdujeran por sus venas y derritieran el frío helado que lo acompañaba siempre.
La lucha encarnizada siguió en su interior. ¿Había dicho la verdad o no? ¿Acaso importaba realmente? ¿Lo engañaría en el futuro? ¿Habrían existido otros amantes? ¿Importaba eso realmente?
Confundido y agotado, finalmente se metió en la cama. Lo único que tenía claro era que deseaba que Sarita se quedara. Que el tiempo le mostrara el camino... y la verdad.
A medida que transcurrían los días, Sarita se preguntaba si Lucas habría llegado a creerle. Ciertamente se comportaba de forma muy diferente. Si hubiera sido mayor y más experimentada, si hubiera sido presentada en sociedad en Londres en lugar de haber sido obligada a casarse con el primer joven que había aparecido en escena, se hubiera dado cuenta de que la estaban cortejando.
Era obvio en todo lo que hacía Lucas, desde las agradables excursiones que planeaba especialmente para que Sarita disfrutara, hasta los pequeños obsequios que inesperadamente dejaba caer sobre el regazo de ella: un costoso jabón perfumado, un precioso peine, una caja de bombones, un par de guantes,
Lucas se mostraba invariablemente cortés y atento. En ningún momento trató de ponerla en situaciones embarazosas o de aprovecharse. Pero no podía controlar sus ojos y con frecuencia Sarita levantaba la vista y lo veía devorándola con una mirada cargada de deseo. Entonces el corazón de ella comenzaba a latir alocadamente. El hecho de que él se reprimiera la hacía amarlo aún más, pues podría haberla forzado con toda facilidad, podría haber ido a la habitación de ella sin que ella se negara. Pero no lo hizo, a pesar de que su deseo era evidente por la forma en que le miraba la boca o los suaves hombros blancos.
Para Sarita era uno de los mejores momentos de su vida. El hombre que amaba siempre estaba cerca y el futuro había comenzado a parecerle muy atractivo. La idea de regresar a Natchez ya no le pareció tan importante y hasta comenzó a creer que Lucas podría estar pensando seriamente en casarse.
Tanto ella como Lucas habían sido cautelosos con respecto al otro al principio. Ambos pisaban con cuidado, sin querer destruir la intimidad que crecía entre ellos. Con el correr de los días soleados y cálidos, su relación maduró, la conversación se volvió más fácil, más relajada y cada uno aprendió más sobre el otro.
Por primera y única vez en su vida, Lucas estaba esclavizado por una mujer. Su voz ya no tenía esa nota amarga tan común en él. Día a día descubría que había otras formas de disfrutar de una mujer; el placer de ver la sonrisa encantadora de Sarita, o el modo en que los ojos le relampagueaban de gozo cuando él hacía algo que le gustaba o de escuchar el sonido cristalino de su risa... todo contribuía a esclavizarlo. Sin embargo, vacilaba ante la idea del matrimonio, temiendo que la mujer que se había adueñado de su corazón y lo llenaba de alegría no fuera más que un espejismo y que algún día lo traicionara. No quería pensar en esa tarde de Nueva Orleáns; deseaba creer en Sarita y dejar de lado su cinismo. No era tarea fácil deshacerse de años de desconfianza y desprecio por las mujeres, pero poco a poco lo fue logrando bajo la influencia dulce de Sarita.
El nuevo y domesticado Lucas Fernández era el comentario de medio San Antonio y a mediados de junio, todos comenzaron a esperar la noticia de la boda. La faceta de él, que el pueblo había visto en las últimas semanas, había hecho que más de uno cambiara su opinión sobre él. Por cierto que era un hombre diferente; seguía siendo impredecible y peligroso, sin duda, pero se le veía menos distante, más accesible.
La vieja casa del abuelo Silva en San Antonio resonaba con las risas de los muchos invitados. Los Moreno, Gonzalo Seguúl, un aristócrata mexicano que se había aliado con los texanos en su lucha por la independencia, y su familia, José Antonio Navarro, otro mexicano que había hecho lo mismo, y el delgado y sagaz Jack Hays acudían a menudo de visita. Se daban fiestas al aire libre en los espaciosos jardines de la casa y se organizaban cabalgatas para llenar los días. Las damas adoraban a Sarita y los caballeros descubrían que Lucas poseía un gran carisma cuando se decidía a demostrarlo.
Sarita floreció como una rosa bajo el sol. Dirigiéndole una mirada llena de aprecio una mañana mientras volvían de un paseo a caballo, Lucas decidió que nunca la había visto tan bella. Los ojos verdes brillaban de placer, la piel se veía rosada y vital y hasta su cuerpo esbelto parecía haber florecido: los senos estaban más llenos, las caderas más redondeadas bajo el ajustado traje de montar que llevaba. Lucas sintió una oleada de deseo y clavó los ojos en el rostro de Sarita para quitarse de la mente ese cuerpo que lo mantenía despierto de noche. Notó que ella tenía el entrecejo fruncido y recordó haberla visto así con frecuencia en los últimos días.
-¿Qué sucede? ¿Te hizo mal el calor? Sarita esbozó una sonrisita tensa.
-No. Es sólo que no me siento del todo bien esta mañana y debería haberme quedado en cama en lugar de salir de paseo, probablemente.
La señora López, que por supuesto los acompañaba, miró a Sarita con preocupación.
-¿No estará sucumbiendo a otro ataque de fiebre, verdad?
-No, estoy segura de que no es eso. Debe de ser un malestar estomacal debido a los deliciosos platos que he estado comiendo últimamente -respondió Sarita y ansiosa por cambiar de tema, agregó-: ¡Qué hermosas son esas flores rosadas de aquella colina! ¿Qué son?
La señora López miró en dirección a la colina y dijo:
-¿Esos matorrales? Son rosas de montaña, muy comunes en esta zona.
La conversación prosiguió desde allí y durante el resto del día Sarita se cuidó de actuar con alegría y naturalidad, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. Pero por cierto que la tenía.
A solas esa noche en su alcoba, se sentó en la cama y mordiéndose el labio inferior, trató de recordar la fecha exacta de algo que no tendría que haber olvidado. No desde la muerte de Philliphe, en marzo, recordó y sintió un estremecimiento de emoción. Había estado demasiado preocupada en estos meses como para recordar las funciones femeninas de su cuerpo, pero ahora, al pensar en el malestar que sentía por las mañanas, se vio obligada a pensar en ellas. No me he indispuesto desde marzo, volvió a decirse, aterrorizada y entusiasmada al mismo tiempo.
Encendió una pequeña lámpara de aceite y fue a pararse delante del espejo. Con manos temblorosas se quitó el camisón y examinó su cuerpo esbelto. No había ninguna duda: tenía los senos más redondeados y ya había notado que algunos vestidos le ajustaban en la cintura. No había otros signos externos que confirmaran o negaran sus sospechas... ¿pero acaso sus caderas no parecían haberse ensanchado una fracción de centímetro, como si ya albergaran un...
No pudo terminar el pensamiento y presa de agitación, volvió a ponerse el camisón, apagó la luz y se metió en la cama. ¡Se estaba comportando como una tonta! Sólo porque había pasado abril, mayo y una parte de junio sin que... Luchó contra la obvia conclusión, pero experimentó una maravillosa sensación de asombro.
A la mañana siguiente se sintió muy, pero muy mal y ya no pudo negar la evidencia de sus ojos y su mente. ¡Iba a tener un hijo de Lucas! Aturdida por una mezcla de felicidad y horror, Sarita permitió que Concha la vistiera. La idea de tener un hijo le pareció maravillosa hasta que la realidad destrozó toda su alegría.
¿Qué haría, por todos los Santos? ¿Decírselo de inmediato a Lucas? Mientras caminaba de un lado a otro de la habitación esa tarde, decidió que la respuesta a esa pregunta era negativa y por dos muy buenas razones. Habían avanzado tanto en su relación en las últimas semanas que no quería que nada la pusiera en peligro. Estaba decidida a que si llegaba a suceder algo, eso se basaría nada más que en los sentimientos mutuos de ellos y no en la llegada de un hijo. Si ella se lo contaba y Lucas le proponía matrimonio de inmediato, nunca sabría si se debía al niño o a que él se había enamorado de ella. Siempre le quedaría la duda. Y si se lo decía y él no le proponía matrimonio...
Curiosamente, Sarita no pensó ni por un momento en la reprobación social con que se toparía. Todas sus preocupaciones se centraban en el padre de su niño. ¿Qué pensaría? Dios Santo, ¿cuándo y cómo tenía que decírselo?
Fue un día largo y cargado de tensión para Sarita. Al menos media docena de veces estuvo a punto de arrojar la cautela a los vientos y solicitarle unos minutos a solas a Lucas. Pero como deseaba desesperadamente que él la amara y se casara por su propia voluntad, si lo hacía, logró mantenerse firme. "Esperaré otra semana", se dijo ansiosamente esa noche en la cama. "Entonces, si nada ha cambiado entre nosotros le... ¿qué? ¿Se lo diré y correré el riesgo o me marcharé como un perro golpeado para lamerme mis heridas?". No hallaba respuesta a su dilema y a la mañana siguiente descubrió que tenía círculos negros debajo de los ojos y una sombra en las profundidades verdes.
A pesar de que era evidente que había pasado una mala noche, Sarita estaba preciosa cuando entró al comedor. Llevaba un atractivo vestido de fustán negro con mangas abullonadas. Al verla, Lucas sintió que se le aceleraba el pulso. Era un exquisito tormento tenerla tan cerca, verla sonreír y reír con él haber aprendido tanto acerca de ella y sin embargo negarse esa parte tan fundamental de la relación entre ellos. "Por cierto que no soy un hombre platónico", pensó con sarcasmo, mientras devoraba con los ojos el rostro y el cuerpo de Sarita. Sabía que a pesar de su promesa, no podría mantenerse apartado de ella durante mucho más tiempo.
De hecho, fueron solamente unas horas. No lo había planeado deliberadamente, pero sucedió que él y Sarita se quedaron solos esa noche mientras caminaban a la luz de la luna por los jardines. La señora López estaba bordando en el salón principal.
Lucas había notado el aspecto cansado de Sarita y al recordar su expresión preocupada de los últimos días, preguntó repentinamente:
-¿Eres feliz aquí, princesa?
Sarita lo miró sorprendida; había estado pensando en el niño y en que iba a tener que decírselo a Lucas tarde o temprano.
-No soy infeliz, pero... tengo que admitir que San Antonio siempre me traerá recuerdos tristes -respondió con sinceridad-. Tampoco puedo olvidar que mi... que Philliphe murió aquí.
Lucas lanzó una exclamación por lo bajo. Nunca hablaban de Philliphe, en parte porque Sarita no podía hablarle de su extraño matrimonio y en parte porque Lucas no lograba controlar los celos que lo acosaban cuando pensaba en los años que Philliphe había gozado de la dulzura de Sarita en las muchas noches de pasión que habría conocido entre sus brazos. Pero la respuesta de ella lo inquietó por otro motivo.
-¿No te gusta Texas? -preguntó; frunciendo el entrecejo. Aliviada por el cambio de tema, Sarita respondió de inmediato.
-Algunas partes, sí. Sobre todo los bosques de pinos. Cuando viajamos a través de ellos, me parecieron muy frescos y acogedores.
La respuesta de ella le agradó y con un brillo extraño en los ojos negros, preguntó:
-¿Podrías hacer de ellos tu hogar?
Lucas estaba pisando hielo muy fino y si Sarita no hubiera estado tan absorta por la idea del hijo que esperaba, podría haber aprovechado esa ventaja; pero la importancia de la pregunta pasó inadvertida para ella.
-Sí, supongo que sí -respondió distraídamente-. Cualquier lugar puede ser un hogar si uno lo desea así.
Se habían detenido cerca de unos arbustos que los ocultaban de la casa y ambos se quedaron mirando por un instante el reflejo del agua cristalina a la luz de la luna. Cada uno estaba sumido en sus pensamientos, cada uno vacilaba al borde de una decisión y casi simultáneamente, se volvieron el uno hacia la otro, decididos a hablar.
Armándose de valor, Sarita levanto la vista hacia el rostro moreno y apuesto de él.
-Lucas... estoy... -Se interrumpió, incapaz de hacer semejante anuncio sin ningún tipo de aviso previo. Tragó con dificultad y trató de encontrar algún tema que pudiera llevar de forma gradual al bebé, algo que lo advirtiera acerca de lo que venía.
Estaba muy bella a la luz de la luna; sus ojos parecían misteriosos, el pelo rubio resplandecía. Las palabras que Lucas había estado a punto de decir se ahogaron en su garganta al verla tan hermosa. Sin pensarlo, como un hombre hipnotizado, la tomó entre sus brazos y buscó su boca.
En el momento que sus labios se encontraron con los de Sarita, supo que había sido una locura besarla, pues la pasión que había reprimido con tanta severidad durante esas semanas de pronto estalló en su cuerpo y él ya no tuvo conciencia de nada excepto del cuerpo suave y flexible entre sus brazos. Su abrazo se volvió más apasionado y su boca exploró ardientemente la de Sarita, devorando la dulzura que halló entre los labios de ella.
Sarita se entregó con pasión a ese abrazo casi brutal, deleitándose en la sensación de estar apretada contra él. Los labios de Lucas le besaban los ojos, la boca y luego descendían hasta la curva de sus senos que asomaban por el escote del vestido.
Si Lucas había ansiado tenerla Nuevamente entre sus brazos, también había deseado ella estar entre ellos, sentir el dulce tormento de su posesión, entregarse Nuevamente a ese cuerpo alto y fuerte que la hacía alcanzar la plenitud como nadie lo había hecho jamás. El le había hecho conocer las delicias de la pasión y ella había estado deseando la unión de sus cuerpos tanto como el propio Lucas.
Como si tuvieran voluntad propia, los brazos de Sarita se entrelazaron detrás del cuello fuerte de él y su cuerpo esbelto se arqueó contra el de Lucas. La mano de él comenzó a acariciarle un seno y Sarita se olvidó de todo menos de esa presencia dura y palpitante que sentía a través de la ropa.
La voz de la señora López llamándolos desde la casa fue como un cubo de agua fría. Lucas no supo si agradecer a la mujer o dirigirse hacia ella y estrangularla.
Apartando su boca de la de Sarita, gritó:
-Estamos aquí. La señora Mignon estaba admirando la belleza de la caleta a la luz de la luna.
Sintiendo que había cumplido con su deber, la señora López volvió a su bordado con una sonrisa. "¡Ah, qué no daría una por ser joven y estar enamorada!", pensó con una expresión soñadora en el rostro.
En silencio, Lucas enderezó el vestido de Sarita y al ver el rostro arrebolado de ella, dijo con voz ronca:
-Es una suerte que nos haya llamado, porque si no, te hubiera recostado sobre el césped y me hubiera demostrado a mí mismo que no soy el eunuco que fingí ser durante todas estas semanas.
Sarita ardía por él y sólo pudo asentir con la cabeza, deseando que la señora López hubiera esperado más tiempo antes de llamarlos. Suspiró por la oportunidad perdida de hablarle acerca del bebé y también por la forma abrupta en que habían acabado las caricias de él y caminó con Lucas hasta la casa.
Varios de los hombres de Hechicera, así como también un largo informe de Reinaldo llegaron a la mañana siguiente. Lucas se disculpó diciendo que probablemente estaría ocupado el resto del día... ¿podrían las damas divertirse solas? Sarita acogió la noticia con beneplácito, pues deseaba estar sola varias horas para poder pensar.
Fue un día ocupado para Lucas como él había previsto. Tuvo que encargar provisiones, herramientas y varias cosas más que Reinaldo había solicitado. Había que enviar más cosas ahora, pues al haberse terminado las viviendas para el personal, las familias irían a reunirse con ellos. No fue hasta el crepúsculo cuando Lucas regresó a la casa.
El día le pareció interminable a Sarita una vez que Lucas se marchó, y al principio vagó de salón en salón hasta que se decidió disfrutar del sol antes de que se tornara demasiado fuerte. Dejando a la señora López con su aparentemente interminable bordado, Sarita fue a sentarse en un confortable sillón bajo la protección de un frondoso árbol. Miró sin ver la caleta junto a la que habían paseado la noche anterior y pensó en el niño y en la necesidad de tomar una decisión. "¡Qué cobarde soy!", se dijo con rabia. "¡Díselo de una vez! Cuando regrese esta tarde, dile que quieres verlo a solas en el estudio y cuéntaselo. Sería tan fácil". Sabía que era lo que debía hacer y sin embargo su corazón quería asegurarse antes del amor de Lucas. No después, si es que llegaba, en absoluto. Ni siquiera, a pesar de la creciente relación entre ellos, estaba segura de la profundidad de los sentimientos de él y temía que su confesión pudiera despertar Nuevamente al hombre feroz y sarcástico que la había recibido aquella madrugada en Cielo. Era posible que la amara -su corazón lo creía- pero quizá sólo deseaba su cuerpo.
Permaneció allí sentada largo rato. Cuando se disponía a regresar a la casa, oyó el sonido de varias voces. Reconoció la de Paco, pero no el ladrido que siguió, y luego le pareció oír la voz de don Paco tratando de serenar a alguien. También escuchó hablar a la señora López, pero la voz de la dama se ahogó bajo las frías órdenes impartidas por el hombre de la voz dura.
Sintiendo curiosidad, Sarita entró en la casa y se encontró con la señora López, que parecía ansiosa y fastidiada al mismo tiempo.
-¡Ah, señora Sarita, venga enseguida a la galería del frente! -exclamó cuando la vio.
Inquieta, Sarita siguió a la otra mujer. Al entrar al vestíbulo, tomó conciencia del alboroto que reinaba en la casa: dos criadas con expresiones reprobadoras subían por la escalera, seguidas por cuatro sirvientes que llevaban cosas que se asemejaban mucho a sus baúles. Sarita los miró azorada por un instante y luego se volvió hacia el frente de la casa.
Las puertas dobles estaban abiertas de par en par y Paco, con expresión fastidiada, estaba de pie en la entrada. Sarita quedó atónita al ver un grupo de españoles a caballo al otro lado de la galería.
Mientras sus ojos azorados recorrían la docena de rostros, reconoció solamente a don Paco que se veía abochornado e incómodo, ya Curtis, que parecía muy complacido. Los demás le resultaron desconocidos, todos vaqueros bien armados... excepto uno: el hombre delgado y de nariz aguileña que estaba en el centro del grupo.
Montaba un magnífico corcel negro con la arrogancia de un conquistador. Llevaba un sombrero con bordados plateados, una chaqueta color rubí y ajustadas calzoneras negras. Un aire de altivez y desdén brotaba de él y miró a Sarita fijamente, sin hacer el gesto de desmontar para saludarla o de siquiera quitarse el sombrero. El rostro arrugado denotaba que habría sido muy apuesto en su juventud, pero había crueldad y egoísmo en la boca que asomaba bajo los bigotes caídos. Tenía ojos negros e inexpresivos como los de un reptil. Con un marcado acento español, preguntó:
-¿Usted es la señora Mignon?
Sarita se puso rígida; no le gustaba el tono ni la forma en que la miraba ese hombre, evaluándola como si fuera un animal para comprar. Tampoco le gustaba ser interrogada por desconocidos groseros. A juzgar por el fastidio de Paco y la expresión incómoda de don Paco, era obvio que este despótico ser no había querido entrar en la casa. Con el mismo desdén que había demostrado él, Sarita asintió y dijo con sequedad:
-¿Y quién es usted, si se puede saber?
El hombre arqueó una ceja arrogante.
-¿Yo? -dijo con sorpresa, como si le resultara incompresible que ella no lo conociera-. Yo soy don Lorenzo.
3 comentarios:
Lucas Fernández conteniéndose por su Sarita?????? Este està hasta las trancas aunque todavía le cuesta un poco reconocerlo.
Y ahora llega Don Lorenzo??? qué interesante se esta poniendo esto.
Gracias por tu tiempo.
María A.
¿A qué viene ahora el abuelo de Lucas? ¡¡Por dios, Sarita, dile de una buena vez que estás embarazada!!
Tómaaaa!!! el abuelooo!!! si cuando digo yo que si no es uno es otro jajajaj aquí a fastidiar el plan jajajajj después del cortejo de Lucas y esa interrupción de la Sra López...pá habernos matao jajajaajja y este... estará compinchao con el Curtis?
A ver si le dice ya que está embarazada... lo mismo piensa que pueda ser del Mignon jajajaj será cenutrío jajajajja si es el primero y el últimooooo jajajajaj Ya esperando el siguiente Himarita, lástima que cada vez queden menos...
Un achuchón grande.
Ayla.
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