12 enero 2009

Amor en el desierto; Cuervo

Hacia ya calor cuando al fin Sara comenzó a despertarse bajo las mantas. La habitación estaba vacía y ella se preguntó si en realidad Lucas se habría molestado en acostarse en la misma cama durante la noche.

En realidad, ella no podía criticarlo, porque le estaba proporcionando renovados motivos para desconfiar. Seguramente ahora la odiaba; pero quizá fuera mejor. Sara se frotó suavemente las nalgas, pero no sintió dolor. Lo que estaba lastimado era su orgullo. Se preguntó qué actitud adoptaría hoy Lucas, porque después de castigarla no le había dicho una palabra. Abrigaba la esperanza de que no decidiera continuar pegándole.

Silvina fue a visitar a Sara antes del almuerzo y llevó consigo a su hijo mayor. El pequeño Qüisim tenía unos dos años y Sara se sintió muy complacida cuando lo vio curiosear por toda la habitación, mirando y tocándolo todo. Pero se sentía avergonzada en compañía de la muchacha, pues Sara sabía que Silvina tenía que haber oído los gritos proferidos la noche anterior.

Silvina le dirigió una sonrisa de mujer comprensiva.
—Sara, te diré algo porque sé lo que te inquieta. No debes avergonzarte de lo que el jeque Fahd te hizo anoche. Demuestra solamente que le interesas mucho, porque de lo contrario no se habría molestado. Anoche Neva ardía de celos, porque ella también lo sabe.

—El campamento entero seguramente oyó mis gritos –exclamó Sara—Jamás podré mirar a la cara a nadie.

—La mayoría de los habitantes del campamento dormía. Aún así, no es nada de lo cual debas avergonzarte.

—A decir verdad, no me enorgullece –dijo Sara—. Pero sí, sé que anoche merecía que me castigasen.

En ese instante entró Lucas y sobresaltó a las dos mujeres. Entró en el dormitorio sin decir palabra. Sara confiaba en que no hubiese oído la última frase.
—Ahora me marcho –dijo Silvina, y recogió al pequeño Qüisim—. Estoy segura de que el jeque Fahd desea estar solo.

—Silvina, no tienes que irte aún –observó nerviosamente Sara.

—Volveré.

—Me ha gustado mucho conversas contigo –dijo Sara. Acompañó a Silvina hasta la entrada y le oprimió la mano mientras murmuraba—: Gracias, Silvina. Ahora me siento mucho mejor.

Silvina le devolvió la sonrisa y se alejó. Sara pensó que Silvina parecía muy feliz, pese a que también a ella la habían raptado, arrancándola del seno de su familia

Sara notó la presencia de Lucas a su espalda, pero antes de que ella pudiese volverse, él la rodeo con sus brazos y la atrajo con fuerza. Lucas cerró las manos sobre los senos de Sara y las rodillas de la joven comenzaron a aflojarse cuando sintió la proximidad del hombre. Luchó contra la debilidad y el placer que el contacto suscitaban en ella.
—Basta, Lucas. ¡Déjame ahora mismo! –exigió, tratando desesperadamente de apartar de su cuerpo las manos enormes.

Pero Sara dejó de debatirse cuando él la sostuvo todavía con más fuerza.
—Me haces daño –jadeo Sara.

—Sarita, no es ésa mi intención –murmuró Lucas al oído de la muchacha.
Aflojó el apretón y jugueteo con los pezones, oprimiéndolos suavemente con los dedos. Se irguieron firmes bajo la tenue tela de seda de la blusa, exigiendo satisfacción.

Pero ella no podía permitirle que continuase. Había jurado que jamás volvería a ceder.
—Oh, por favor, Lucas –rogó, mientras el deslizaba los labios ardientes por el cuello de Sara.

En su interior se avivaba un deseo ardiente, una sensación que la obligaba a temblar a causa de su misma intensidad; y de pronto, ella deseó que Lucas no aflojara su abrazo.
—¿Por qué debo detenerme? Eres mía, Sarita y te acariciaré cuando y donde me plazca.

Ella endureció el cuerpo al oír esto.
—No soy tuya. ¡Sólo me pertenezco a mí misma!
Apartó las manos de Lucas y se volvió para enfrentársele. Estaba de pie y clavaba su mirada orgullosa en los ojos verde oscuro del hombre, en actitud de franco desafío.

—En eso te equivocas, Sarita. –Le sostuvo el rostro entre las manos, de modo que ella no pudo apartar su penetrante mirada—. Te rapte. Por lo tanto, me perteneces... eres exclusivamente mía. Te sentirías mejor si me demostrases un poco de afecto.

—Lucas, ¿cómo puedes hablar de afecto cuando eres la causa de mis dificultades? Sabes que deseo volver a casa, pero me retienes aquí.

—Te deseo aquí, e importa mucho lo que yo deseo. Pensé que te sentirías más feliz si ablandases un poco tu corazón.

Se apartó de la joven y se dispuso a salir de la tienda.
—¿y tú, Lucas? –preguntó Sara—. ¿Cuáles son tus sentimientos hacia mí? ¿Me amas?

—¿Si te amo? –Se volvió para mirarla y rió por lo bajo—. No, no te amo. Jamás he amado a una mujer, salvo quizás a mi madre. Te deseo y eso basta.

—¡Pero eso no es suficiente! Puedes satisfacer tu deseo con otras mujeres... ¿por qué debo ser yo?

—Porque otras mujeres jamás me agradaron tanto como tú. –Sus ojos exploraron detenidamente el cuerpo de Sara—. Sarita, me temo que me he acostumbrado mucho a ti.
Y salió sonriendo de la tienda.

La tarde era cálida y pegajosa. No había llovido desde el regreso de Lucas a Egipto, y el pozo de agua se secaba poco a poco; pero muy pronto tendría que llover; siempre era así en esta época del año.

Lucas estaba domando a un caballo de tres años cuando vio a Sara cruzar el campamento y entrar en la tienda de Lorén. Sonriendo, recordó que esa mañana había visitado a su padre.
—Fahd, esa joven es buena y gentil –le había reprendido Lorén—. Y deberías tratarla bien. Me dolió el corazón oírla gritar anoche. ¡Si no estuviese tan débil, yo mismo habría ido a detenerte!

A Lucas le dolía la cabeza a causa de todo lo que había bebido durante la noche, y las palabras de su padre lo había irritado. Había pensado replicar acremente explicando el verdadero carácter de Sara; pero en definitiva cambió de idea. Era evidente que su padre sentía mucho afecto por Sara y eso le complacía. Sara era como un soplo de aire fresco para Lorén. Cuando lo deseaba, podía ser encantadora.
Pasó una hora antes de que Lucas volviese a verla. La miró con cautela mientras ella se acercaba lentamente, asomándole una sonrisa en los labios. Vio que los ojos del la joven eran de color turquesa. “Bien, por lo menos no está enojada conmigo”, pensó Lucas, recordando el azul oscuro de los ojos de Sara la última vez que ambos habían hablado.
—Lucas.

Ella habló con voz serena con sus manos suaves apoyadas en la empalizada del corral. “Seguramente necesita algo”, supuso Lucas mientras desmontaba y se acercaba a Sara.
—Querida, ¿qué puedo hacer por ti? –preguntó.

—Estaba preguntándome si tienes caballos no entrenados aún.

—Sí, pero ¿por qué lo preguntas?

—Quiero montar –dijo Sara, con los ojos bajos. Lucas la miró dubitativo.

—¿Me pides que te entregue unos de mis caballos después de lo que ocurrió anoche
?
—Oh, por favor, Lucas. No puedo soportar la ociosidad. Estoy acostumbrada a cabalgar todos los días –rogó. Lucas la miró a los ojos.

—¿cómo sé que puedes dominar a un caballo? Sí, dices que sabes montar, pero...

—¡Me insultas! He montado desde que era niña, y el caballo que tengo en casa es dos palmos más alto que todos los que veo aquí.

—Muy bien, Sarita. –rió Lucas, y señaló el caballo que él había estado adiestrando—. ¿Ese puede servir?

—¡Oh, sí! –dijo alegremente Sara.

El hermoso caballo árabe tenía el pelo negro como ala de cuervo, y le recordaba a Cachis, excepto que no era tan corpulento. Tenía el cuello orgullosamente arqueado, el pecho ancho y las patas largas y esbeltas. Le parecía increíble que pudiera montarlo.
—¡Necesito un minuto para cambiarme! –exclamó Sara y corrió hacia la tienda.

—Tendrás que montar sin silla –gritó Lucas. En efecto, los árabes no la utilizaban.

—De acuerdo –gritó Sara por encima del hombro—. Podré arreglarme.

Sara irrumpió en el dormitorio y se apoderó de los pantalones de montar que acababa de hacerse. Se alegraba de haber decidido que confeccionaría primero una túnica y no un vestido.

Arrojó su falda sobre la cama y rápidamente se puso los pantalones de seda negra. Ajustó una faja de tela oscura a la cabeza, para ocultar los cabellos dorados. Se puso la ancha túnica de terciopelo negro, la aseguró a la cintura con una cinta ancha, y después se cubrió la cabeza con la kufiyah de terciopelo negro, asegurándola con una gruesa cuerda negra.

Se echó a reír al pensar lo que diría Lucas apenas la viese. Pero no le importaba, porque se sentía gloriosamente feliz.

Lucas se mostró sorprendido cuando la vio salir de la tienda. Parecía un jovencito, hasta que se acercaba y uno podía ver sus curvas voluptuosas realzadas por el suave terciopelo.
—Estoy lista. –Se volvió hacia el caballo, le acarició el hocico y murmuró a su oído—: Seremos buenos amigos, mi belleza negra, y te amaré como si fueses mío. ¿Tiene nombre? –preguntó a Lucas mientras él la depositaba sobre la manta que cubría el lomo del caballo y le entregaba las riendas.

—No.

—Te llamaré cuervo —dijo alegremente Sara, inclinada de modo que el caballo pudiese oírla—. Y cabalgaremos con el viento, como el cuervo.

Lucas montó a Magnun y así descendieron lentamente la ladera de la colina. Él estaba asombrado de la mansedumbre que Cuervo demostraba con Sara, después de todo el trabajo que se había dado para domarlo.

Sara muy pronto se acostumbró a cabalgar sin montura. Manejó bien a Cuervo mientras descendía por el sendero sinuoso.

Cuando al fin llegaron al pie de la montaña, Sara obligó a Cuervo a iniciar un trote corto y después un galope más veloz; Lucas quedó atrás. Atravesó sin destino fijo la vasta extensión del desierto, y se sentía como un espíritu liberado que volara con el viento. Era inmensamente feliz, como si hubiera estado de regreso en Valencia, cabalgando en su propiedad. De pronto Lucas la alcanzó.
Asió las riendas de Cuervo.
—Si insistes en aventajarme, Sarita, quizá debiéramos apostar y arriesgar algo.

—Pero no tengo nada que apostar –respondió ella.
Sin embargo, le hubiera agradado mucho sentir que por lo menos en algo podía derrotarlo.

—Apostaremos lo que cada uno desea del otro –propuso Lucas, sus ojos fijos en el rostro de Sara—. Correremos hasta el pie de la montaña y, si yo gano, en adelante te entregarás a mí siempre que lo desee.

Sara pensó un minuto en su propia apuesta.
—Y si yo gano, me devolverás a mi hermano.

Lucas la miró extrañado. Sabía montar. Podía derrotarlo y él no estaba dispuesto a correr ese riesgo.
—Pides demasiado, Sarita.

—Tu también, Lucas –replicó ella con sequedad.

Obligó a girar al caballo y emprendió el regreso al campamento.

Sonriente, él movió la cabeza, los ojos fijos en la figura de la joven. Ella había sabido que él no estaba dispuesto a aceptar semejante riesgo. Bien, había sido un intento. La alcanzó y ambos regresaron en silencio.

Las nubes se agruparon repentinamente y descargaron un torrente de lluvia que suavizó la temperatura. Sara y Lucas estaban empapados cuando llegaron al campamento. Los hombres trabajaban febrilmente para asegurar las tiendas, de modo que el agua no se filtrase por debajo. Alguien estaba sentado bajo la lluvia, frente al fuego, disipando el humo que se acumulaba en el refugio construido por las llamas.

Lucas desmontó frente a su tienda y acompañó a Sara al interior.
—Quítate estas ropas húmedas y haz lo que tengas que hacer ahora. Pronto oscurecerá y esta noche no habrá fuego.— La instaló sobre el diván y agregó—: Tengo que ocuparme de los caballos pero volveré enseguida.

Cuando Lucas salió, Silvina pidió permiso para entrar. Había traído la comida y algunas toallas limpias.
—Sara, tienes que cambiarte deprisa. La lluvia trae frío y enfermarás si no te abrigas ahora mismo.

—Precisamente, estaba preguntándome qué podía hacer con estas prendas húmedas

–respondió Sara, con una sonrisa en los labios—. No puedo colgarlas de un árbol para que se sequen.

—Ven –dijo Silvina, y llevo a Sara al dormitorio—. ¿Tienes esas agujas con las cuales estuviste cosiendo?

—Sí.

—Bien, las usaré para colgar tus ropas dentro de la tienda. Tardaran algunos días, pero finalmente se secaran.

Mientras Sara se quitaba la túnica, Silvina miraba asombrada los pantalones de montar. Sara se echó a reír cuando vio la expresión de asombro en el rostro de Silvina.

—Los confeccioné para montar. Me permiten cabalgar sin que la falda agitada por el viento me golpee la cara.

—Ah, pero seguramente no son del agrado del jeque Fahd. –rió Silvina mientras Sara le entregaba los pantalones y la blusa.

—Todavía no los ha visto, pero imagino que no le agradarán –dijo Sara, riendo ante la idea de que aquellos pantalones pudiesen frustrar los propósitos amatorios de Lucas.

Mientras Silvina colgaba las ropas húmedas, Sara se frotó vigorosamente el cuerpo con una toalla. Tenía frío a causa de la corriente de aire que atravesaba la tienda. Decidió ponerse una de las túnicas de Lucas, puesto que no tenía nada de más abrigo. Se soltó los cabellos, que estaban apenas húmedos, y estaba peinándose los rizos dorados cuando Silvina regresó al cuarto.
—Ahora debo ir a alimentar a mis hijos.

—Gracias, Silvina. No sé qué haría si no contase con tu amistad –dijo sinceramente Sara.

Silvina sonrió tímidamente ante el cumplido de Sara y salió rápidamente de la tienda. Sara depositó el peine sobre el armario y pasó a la habitación principal, para cenar antes de que oscureciera tanto que no pudiese ver lo que comía.
Ingirió lentamente el guiso de cordero y arroz, mientras se preguntaba a qué obedecía el cambio total en la actitud de Lucas, tras lo ocurrido la noche anterior. Sara se había sentido sorprendida y feliz cuando él le permitió montar. Cuervo era un animal excelente. Ansiaba que llegara el día siguiente para cabalgar otra vez. Por otra parte, Lucas no había dicho que ella podía montar todos los días.
—Cuelga esas ropas, ¿quieres?

Las primeras palabras sobresaltaron a Sara, que dejó caer el cubierto en el plato. No había visto entrar a Lucas y ahora él estaba detrás suyo, sosteniendo en la mano las prendas mojadas. Ya se había cambiado y con la mano libre sostenía una toalla y se secaba los cabellos.
—No te he visto entrar –dijo Sara, que recibió las prendas y fue a buscar más agujas.

—Dentro de poco no me verás de ningún modo –dijo Lucas.

Sonrió, pensando en el descanso de la noche, en el lecho tibio. ¡Ah, quizás ella no se sentiría tan feliz como el propio Lucas!
Sara colgó las ropas de Lucas en el estrecho espacio que mediaba entre la tienda y las Cortinas. Después, se reunió con él para terminar su cena, mientras Lucas hacía otro tanto.
—¿Están bien los caballos? –preguntó ella.

Estaba preocupada por Cuervo.
—Los potrillos parecen un poco nerviosos, pero los caballos más viejos están acostumbrados a las tormentas repentinas.

—¿Llueve así a menudo? –preguntó Sara, sobresaltada cuando un rayo iluminó el interior de la tienda.

—Sólo en las montañas –dijo él riendo—. Pero esta tormenta es más intensa que lo usual... se ha retrasado mucho. Sarita, ¿te asustan los truenos? –preguntó Lucas mientras terminaba de comer el guiso.

Apenas podía verla.
—¡Claro que no! –replicó con altivez. Vació una copa de vino que se había servido para calentar su cuerpo—. Muy pocas cosas me atemorizan.

—Bien –replicó Lucas con voz vibrante, mientras se desperezaba—. Propongo que nos acostemos, porque ya hay muy poca luz.

—Si no te importa, prefiero esperar un rato.

Estiró la mano hacia el odre de vino, pero él interrumpió el movimiento.
—Pues sí, me importa.

La obligó a ponerse de pie y, aunque ella se resistía, la arrastró hacia el dormitorio. Pero Sara tenía más valor gracias al vino. Hundió los dientes en la mano de Lucas, se liberó y corrió a esconderse detrás de las Cortinas.
—¡Maldita seas, mujer! ¿No acabarás nunca con tus triquiñuelas? –exclamó Lucas encolerizado.

Pero sabía que él no podía verla.
En ese instante el rayo volvió a surcar el cielo e iluminó e cuerpo encogido de Sara recortado sobre el trasfondo de las Cortinas. Casi inmediatamente, se vio tendida de espaldas y con el cuerpo de Lucas que presionaba fuertemente sobre ella y la hundía en la espesa alfombra.

Lucas rió cruelmente mientras la desnudaba con movimientos bruscos, sin molestarse en desatar las prendas. Sus labios la oprimieron ásperos y hambrientos, y silenciaron los gritos de Sara cuando él la penetró con un solo movimiento. Ella había perdido por completo la razón cuando su cuerpo aceptó el de Lucas como un animal salvaje y el dolor se convirtió en oleadas de extático placer.
—Lo siento, Sarita –dijo más tarde Lucas—. Pero siempre me asombras cuando veo hasta dónde puedes llegar para evitar el amor. ¡Y lo deseas tanto como yo!

—No es cierto –exclamó Sara; apartó el cuerpo de Lucas y corrió hacia el interior del dormitorio.

Se arrojó sobre la cama y dejó que las lágrimas fluyeran libremente.
Sintió el peso de Lucas en el lecho, y en la oscuridad de la habitación volvió hacia él su rostro.
—Lucas, deseo volver a casa. Quiero regresar con mi hermano –rogó entre sollozos.

—Oh –replicó Lucas secamente—. Y yo no quiero oír hablar más de eso.

Lloró incansable sobre la almohada, pero Lucas se mostró indiferente a sus lágrimas y al fin ambos se adormecieron.

*Bueno, la verdad es que el muchacho es un poquito troglodita, pa que nos vamos a engañar, peroooooooooooooooooo.... dentro de un par de capis cambiareis de opinion... o eso espero vamos, jajajaja

os quiero.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Joder Himara, este tio es...es un cerdo como mínimo, vamos que no sé ¿Sara no sabe lo que es una buena patada donde a él más le duele? es mínimo lo que se merece en una situación así. Mucho tiene que cambiar el energúmeno para que a mi me guste un poquito puaggg.

Un besote

Blue.

Anónimo dijo...

Como dice Blue mucho tiene que cambiar para que lo siguiente nos parezca minimamente agradable...pero por Dios!!! estamos en otra dimensión? yaaaa !!! serán sus costumbres pero...este hombre está ( buenísimo jajaja ) loco de atar, ciego de amor, se cree el dueño y señor de Sara...nooo Lucas, así no se hace, bajo coacción y maltrato no se consigue a la mujer que amas.

Cambia un poquito hijo mío...

No por eso me gusta menos el relato Himara, sigue porfi jajajjaja a ver si nos hace olvidar los ratos malos jajajajaj Besitos corazón.

Ayla.

Anónimo dijo...

Pero que bruto que sigue siendo el muchacho.. aunque... mira que esta bueno el condenado...jajaja, aunque este no es mi Lucas, que mi Lucas es tierno y siempre tiene amor en los ojos y no tanta bestialidad ¡hombre!... con ansia renovada espero el siguiente trocito.. y como le vuelva a poner la mano encima a la niña se las va a tener que ver conmigo por mucho que me me duela, que si Sarita no tiene orgullo yo tengo de sobra para las dos, faltaría más....jajaja

María A.