Una miríada de estrellas parpadeantes centelleaba en aquella clara madrugada estival. Una tibia brisa mecía suavemente las copas de los árboles y, de vez en cuando, permitía entrever la luna llena y redonda que iluminaba el paisaje. Pero la paz de la bella campiña española se veía interrumpida por el carruaje de los Miranda que avanzaba por el camino solitario y polvoriento.
En el interior del carruaje espacioso y lujosamente tapizado, Gonzalo Miranda contemplaba pensativo su propia imagen reflejada en la ventanilla. Una vela solitaria asegurada a un soporte, en el rincón opuesto, emitía una tenue luz que bañaba el terciopelo azul oscuro del interior del carruaje.
Gonzalo pensó que bien podía gozar de aquel viaje a la ciudad; sabía que a Sarita le agradaba. Se volvió para mirar a su hermana, que dormía tranquilamente en el asiento, frente a él.
Sara Miranda había dejado de ser una muchachita traviesa para convertirse en una mujer de sorprendente belleza, y todo eso había ocurrido en el breve año que Gonzalo había estado fuera de su casa. Un mes atrás, a su regreso, le había impresionado verla tan crecida, y aún no había dejado de admirar la increíble transformación. El cuerpo de la joven había alcanzado una asombrosa perfección e incluso su rostro había cambiado de tal modo que Gonzalo apenas podía reconocerla.
Contempló el rostro, mientras ella dormía serenamente. Sobre los altos pómulos tenia las espesas pestañas que parecían haber crecido mucho, apenas en una año. La nariz recta y angosta y el mentón bien delineado parecían haberse acentuado mas, ahora que habían perdido la redondez infantil. Gonzalo sabía cuanto trabajo le costaría mantener alejados a los jóvenes pretendientes cuando llegasen a la ciudad.
Sarita había querido realizar este viaje a Madrid al cumplir los dieciocho años y Gonzalo no había puesto objeción alguna. Pensó que Sara Miranda tenia habilidad para conseguir siempre lo que deseaba. Su padre se había visto siempre sometido a los caprichos de su hija, y ahora le ocurría lo mismo al propio Gonzalo. Bien; no le importaba. A Gonzalo le agradaba complacer a su hermana: era lo único que le quedaba en la vida.
Recordó claramente aquel día fatal, cuatro años atrás, en que Francisco Miranda había muerto en un accidente de caza. Gonzalo tuvo que informar a Sarita de la muerte del padre, pues la madre se sintió tan afectada que falleció tres semanas después –a causa del dolor, dijo el medico—. Pero pese a su propio sufrimiento, Gonzalo consiguió ayudar a su hermana a soportar la prueba. Sarita había consagrado la mayor parte de ese periodo a cabalgar desenfrenadamente en los terrenos de la propiedad, montada en su caballo negro. Gonzalo le permitía montar día y noche, pues ella le había dicho apenas tres meses antes que lanzar su montura a toda carrera le ayudaba a olvidar sus dificultades.
En aquel momento Gonzalo había deseado echarse a reír. En efecto ¿qué dificultades podía tener una joven de su edad? Bien, él había aprendido, y muy poco tiempo después, que los problemas no tienen preferencia por determinada edad. La equitación ayudó a Sarita a soportar su pesar y así, después de perder de una forma tan imprevista a sus padres, volvió a la normalidad antes de lo que probablemente lo hubiera hecho.
Después, le tocó a Gonzalo ocuparse de la educación de Sara; pero no hubiera podido hacerlo sin la ayuda de la señora Castro –la llamaban Lola—. Había sido la niñera de ambos cuando eran pequeños, pero ahora la buena mujer se ocupaba de la residencia Miranda y supervisaba a todos los criados de la propiedad. Gonzalo recordaba la figura de Lola, que agitaba el dedo enérgicamente antes de la partida para Madrid de los dos hermanos, con una expresión inquieta en sus ojos castaños.
—Bien, Gonzalo, vigila a mi niña –debió recordarle, por tercera vez esa mañana—. Que no se enamore de ninguno de esos caballeros de Madrid. No me agradan las poses de esos elegantes, con sus modales altaneros... ¡de modo que no los traigáis a casa!
Sarita se había echado a reír y se había burlado de Lola mientras subía al carruaje.
—Avergüénzate, Lola. ¿Cómo podría enamorarme de un elegante londinense si tengo a Aitor esperando mi regreso?
Sara envió un beso a Aitor Carrasco, que había acudido a despedirlos. Aitor inclinó la cabeza, en actitud de fingido embarazo, pero Gonzalo pudo advertir que el muchacho no veía con buenos ojos el viaje de Sarita a la ciudad.
Aitor vivía con su padre, el conde Carrasco, en una propiedad vecina. Como en las cercanías no había jóvenes de la edad de Sarita, ella y Aitor habían sido compañeros inseparables desde la niñez. Gonzalo y el conde Carrasco siempre habían abrigado la esperanza de que un día los dos jóvenes se casarían. Pero Aitor, con sus cabellos claros y sus ojos castaños, tenia apenas seis meses más que Sarita, y a los ojos de Gonzalo aún era un jovencito. En cambio, Sarita ya era toda una mujer en edad de merecer. Gonzalo había confiado en que Aitor maduraría con la misma rapidez que Sarita; en todo caso, si ella lo amaba, quizá le esperaría.
Gonzalo pensó distraído: “quién sabe cómo funciona la mente de una mujer”. Ni siquiera comprendía los sentimientos de Sarita por Aitor. Ignoraba si la joven tenia solamente sentimientos amistosos hacia el joven o si había algo más. Mas tarde le preguntaría sobre ello, pero probablemente ella estaría tan atareada las semanas siguientes que Gonzalo no tendría oportunidad de abordar el tema.
Gonzalo sonrió, imaginando las expresiones sorprendidas de los jóvenes que se acercarían a Sarita, cuando descubrieran que ella no sólo era hermosa, sino también inteligente. Gonzalo sonrió para sí, y recordó la acalorada discusión que sus padres habían mantenido respecto a la educación de Sarita. Habían llegado a un compromiso, y educaron a Sarita como lo hubieran hecho con un hombre, pero también le enseñaron las artes femeninas de la costura y la cocina, o por lo menos se intentó que las aprendiese cuando la madre lograba encontrarla.
Sí, Sarita era una joven educada y hermosa, pero tenia sus defectos. Su inflexible obstinacion era un defecto heredado de su madre, una mujer que mantenía su postura, no importaba cuál fuese el tema, si creía que la razón la asistía. Otro defecto era su carácter vivaz, era muy capaz de irritarse incluso por la cosa más menuda.
Gonzalo suspiró, pensando en que las dos semanas siguientes serian muy agitadas. Bien, sólo dos semanas. Comenzó a dormitar, mientras el carruaje avanzaba por el camino solitario que llevaba a Madrid.
Sara y Gonzalo Miranda dormían aún cuando el carruaje se detuvo frente a la casa de dos pisos de la plaza Pórtland. El sol asomaba sobre el horizonte, el cielo pasaba del rosado al azul claro y las aves cantaban alegremente.
Sara despertó cuando el cochero abrió la puerta del carruaje.
—Hemos llegado, señorita Sara –dijo el hombre con expresión de disculpa y se dirigió atrás para retirar el equipaje de la trasera del sólido vehículo.
Sara se enderezó en el asiento y se arregló los cabellos, que formaban largas trenzas y le enmarcaban el rostro. Se alisó el vestido y miró a Gonzalo que aún dormía profundamente, con los cabellos rubios cubriéndole la alta frente.
Le sacudió suavemente la pierna.
—Gonzalo, ¡ya hemos llegado! ¡Despierta!
Gonzalo abrió lentamente los ojos azul oscuro y sonrió, pasándose una mano por los cabellos mientras se incorporaba. Sara vio que tenia los ojos enrojecidos. Probablemente no había dormido mucho durante la noche. Ella se sorprendió de haber dormido tan profundamente.
—¡Vamos, Gonzalo! Ya sabes lo entusiasmada que estoy –rogó a su hermano.
—Cálmate, pequeña –sonrió Gonzalo, frotándose los ojos—. Los Medina probablemente duermen todavía.
—Pero yo puedo desempaquetar y ordenar mis cosas, y después quería pasar el día haciendo compras. Dijiste que podía comprar un ajuar nuevo, ¿y qué mejor oportunidad para hacerlo que durante mi primer día aquí? Así podré usar las prendas nuevas durante nuestra estancia –dijo la joven con expresión complacida, mientras de un salto descendía del carruaje.
—Sarita, ¿ese profesor de etiqueta no te ha enseñado nada? –la reprendió su hermano, meneando la cabeza ante la falta cometida por la joven—. Sé que estás entusiasmada, pero la próxima vez espera a que yo te ayude a descender del carruaje.
Subieron los pocos peldaños que terminaban en dos grandes puertas dobles, y Gonzalo golpeó con fuerza.
—Es probable que todos duerman aún –dijo y volvió a llamar.
Pero las puertas se abrieron de par en par y los dos hermanos se miraron sorprendidos. Una mujer pequeña y regordeta de mejillas rojas y cabellos grises los recibió con una sonrisa.
—Ustedes son seguramente Sara y Gonzalo Miranda. Pasen ... pasen. Estábamos esperándolos.
Entraron en un pequeño vestíbulo cuyo piso estaba cubierto con una alfombra oriental; al fondo, una escalera. Había una mesa de caoba contra la pared, y sobre ella muchas figurillas de cerámica.
—Soy la señora Díaz, el ama de llaves. Después del viaje seguramente estarán fatigados. ¿Desean descansar un poco antes de comenzar el día? El señor y la señora Medina todavía no se han levantado –dijo la mujer con voz animosa, mientras los llevaba hacia la escalera.
—Es probable que Gonzalo quiera dormir un poco más, pero yo desearía un baño caliente y después el desayuno, si no es demasiada molestia. –dijo Sara mientras llegaban al corredor del primer piso.
—De ningún modo, señorita –dijo la señora Díaz.
Les mostró las habitaciones y se retiró.
El cochero subió con el equipaje y después fue a ocuparse de los caballos. Gonzalo se disculpó, explicando que sólo deseaba dormir un poco. En aquel momento entró una joven criada con agua para el baño de Sara.
—Soy Luisa, la criada del primer piso –explicó tímidamente, mientras acercaba una ancha bañera y echaba el agua—. Señorita, si necesita algo, dígamelo –agregó.
—Gracias, Luisa.
Sara examinó la habitación. Era pequeña comparada con el dormitorio que ocupaba en su casa, pero elegante. Una alfombra de felpa dorada cubría el piso, y el lecho con dosel dorado tenia una pequeña cómoda cubierta de mármol a un lado y una recargada cajonera al otro. En la esquina, al lado de la única ventana, se veían unas Cortinas de terciopelo verde claro y un espejo con marco dorado apoyado contra otra pared.
Marina termino de retirar las prendas que Sara había traído consigo y en aquel momento trajeron mas agua. Cuando finalmente se quedó sola, Sara se recogió los cabellos, se desvistió y se sumergió en el agua cálida y humeante. Apoyó el cuerpo en el metal de la bañera y se relajó.
Hacia mucho que Sara soñaba con este viaje a la ciudad. Siempre la habían considerado joven para permitírselo y el año anterior, cuando ella tenia dieciséis, Gonzalo estaba ausente con su regimiento. Había regresado a casa con el grado de teniente del ejercito de Su Majestad y esperaba nuevas ordenes.
Sara había pasado la vida entera en
Sara ya no era la niña traviesa de antaño. Ahora usaba vestidos en lugar de los pantalones que Lola le había confeccionado porque la niña siempre estaba ensuciándose y desgarrando sus vestidos. Ahora era una dama, y le agradaba serlo.
Sara terminó de bañarse y se cubrió con un fresco vestido de algodón floreado. Sabía que no iba a la moda, pero deseaba sentirse cómoda mientras hacia sus compras. Se peinó los largos cabellos dorados y después los aseguró formando una masa de rizos y trenzas. Recogió el sombrero que pensaba usar y bajó a desayunar.
Abrió una de las puertas que daban al vestíbulo, y descubrió el comedor. Gonzalo estaba sentado frente a la enorme mesa en compañía de Heraldo y Catalina Medina. Sara percibió el suave aroma del jamón y las manzanas, pues en la mesa Fahdndaban estos alimentos, así como huevos y bollos.
—Sara, querida, no sabes cuánto nos complace verte aquí. –Catalina Medina le sonrió con suaves ojos grises—. Estábamos hablando a Gonzalo de las fiestas a las que estamos invitados; además, antes de que concluya tu visita podrás asistir a un gran baile.
Aquí intervino Heraldo Medina.
—En primer lugar, esta noche acudiremos a una cena formal en casa de un amigo. Pero no te preocupes... allí encontraras también a los jóvenes –agregó riendo.
Heraldo y Catalina Medina estaban al final de la cuarentena; formaban una pareja alegre y serena, siempre activa y satisfecha de la vida. Sara y Gonzalo los conocían desde hacia mucho tiempo, pues eran antiguos amigos de la familia.
—¡No veo el momento de salir a conocer la ciudad! –dijo entusiasmada Sara, mientras llenaba su plato con un poco de cada fuente—. Desearía terminar hoy mismo mis compras. ¿Vendrás, Catalina?
—Por supuesto, querida. Iremos a
—Pensé que podría acompañarte, pues no he logrado volver a dormirme. También yo desearía hacer algunas compras –dijo Gonzalo.
No estaba dispuesto a permitir que Sarita caminase sin él por esa ciudad peligrosa, y no le tranquilizaba el hecho de que Catalina Medina la acompañase.
Sara pensó que Gonzalo se sentía cansado; pero parecía tan entusiasmado como ella misma. Una doncella le llenó la taza de cafe caliente y humeante, mientras Sarita saboreaba un delicioso plato de huevos con tocino.
—en un minuto estoy con vosotros –dijo Sara, pues advirtió que todos habían concluido el desayuno.
—Tómate tu tiempo, niña –dijo Heraldo Medina, con expresión divertida en su rostro rojizo—. Dispones de todo el tiempo del mundo.
—Sarita, Heraldo tiene razón. No tengas tanta prisa –la reprendió Gonzalo—. Tendrás que postergar tus compras por culpa de un dolor de estomago.
Todos rieron, pero Sara continuó devorando velozmente; deseaba salir cuanto antes. No había previsto que la primera noche de su estancia en Madrid tendría que vestirse formalmente. Tenia un solo traje de noche, el que le habían confeccionado para el ultimo baile de el conde Carrasco.
Pasaron la mañana entera y parte de la tarde yendo de una tienda a otra. Había un par de tiendas que ofrecían prendas de confección, pero Sara encontró únicamente tres vestidos de calle que le agradaron, con los correspondientes zapatos y bonetes que hacían juego. Pero no encontró vestidos de noche, de modo que el resto del tiempo fueron a la tienda de una modista, para que le Tomaran las medidas y a elegir telas y adornos. Encargó tres vestidos de noche y dos más de calle, todos con los correspondientes accesorios.
La modista dijo que necesitaba por lo menos cuatro días para completar el encargo, pero que daría preferencia a los vestidos de noche, de modo que Sara pudiese recibirlos antes. Finalmente regresaron a la casa, Tomaron un almuerzo liviano y después se acostaron.
Aquella noche todos los asistentes formularon vivos comentarios cuando Sara y Gonzalo Miranda llegaron a la cena. Formaban una atractiva pareja con sus cabellos rubios y la excelente apariencia de ambos. Sara se sintió fuera de lugar con su vestido de noche violeta oscuro, porque las restantes jóvenes llevaban prendas de color claro. Pero se tranquilizó cuando Gonzalo le dijo al oído:
—Sarita, eres la más elegante de todas.
Los dueños de la casa presentaron a los restantes invitados y Sara se sintió muy complacida. Las mujeres coqueteaban descaradamente con Gonzalo, y esta actitud le chocó un poco. Pero le sorprendió todavía mas el modo de mirarla de los hombres presentes en la sala; hubiera dicho que la desnudaban con los ojos. Pensó que le quedaba mucho que aprender acerca de las costumbres de la ciudad.
La cena se sirvió en un espacioso comedor, cuyas dos enormes arañas pendían sobre la mesa. Sara se sentó entre dos jóvenes que le prodigaron un numero excesivo de cumplidos. El hombre que tenia a la izquierda, el señor Jose Suarez, tenia la irritante costumbre de asirle la mano mientras le hablaba. A su derecha, don Carlos Vargas tenia unos límpidos ojos azules que no se apartaban de ella ni un minuto. Los dos hombres rivalizaban por la atención de Sara y cada uno se vanagloriaba y trataba de desplazar al otro.
Al concluir la comida las mujeres se retiraron al salón y dejaron a los hombres con su brandy y sus cigarros. Sara habría preferido permanecer con los hombres y hablar de política o de asuntos de interés general. En cambio, se vio obligada a escuchar los últimos cotilleos sobre personas a quienes no conocía.
—Sabe querida, ese hombre ha insultado a todas las bonitas jóvenes que le ha presentado su hermano Mariano Moreno. Es inhumano el modo de despreciarlas –decía una viuda a su amiga.
—Es cierto que aparentemente no le interesan las mujeres. Ni siquiera baila. No le parece que es ... en fin, un individuo de costumbres raras, ¿verdad? Ya sabe... la clase de hombres que no se interesa por las mujeres. –replicó la otra.
—¿Cómo puede decir eso si tiene un aire tan viril? Todas las jóvenes casaderas de la ciudad de buena gana querrían atraparlo... por muy mal que él las trate.
Sara se preguntó de quién estarían hablando esas damas, pero en realidad no le importaba. Se sintió muy aliviada cuando ella y Gonzalo pudieron retirarse. En el carruaje, de regreso a casa, Gonzalo sonrió perversamente.
—Mira, Sarita, tres jóvenes admiradores de tu persona me arrinconaron por separado para preguntarme si podía visitarte.
—¿De veras, Gonzalo? –replicó Sarita, tratando de ahogar un bostezo—. ¿Qué les dijiste?
—Dije que tus gustos te hacían muy severa, y que no estabas dispuesta a dar ni dos centavos por todos.
Sara abrió los ojos exageradamente.
—Gonzalo, ¡no habrás dicho eso! –exclamó—. ¡Jamás podré mirarlos a la cara!
Heraldo Medina se echo a reir.
—Sara, esta noche te veo muy crédula. ¿Dónde esta tu sentido del humor?
—En realidad, les dije que no me imponía a ti cuando se trataba de determinar a quién o no recibías... que era asunto exclusivamente tuyo decir si querías visitas o no –respondió calmosamente Gonzalo, mientras el carruaje se detenía frente a la casa de los Medina.
—Mira... ni siquiera había pensado en ello. No sabía qué decir o hacer si me visitara un caballero. El único hombre que venia a visitarme era Aitor, y para mí es como un hermano –dijo Sara con expresión seria.
—Querida llegarás a acostumbrarte –dijo Catalina con aire de conocedora—. De modo que no es necesario que te preocupes por eso.
Los días pasaron velozmente para Sara, que asistía a fiestas, reuniones sociales y comidas. José Suárez, el compañero de cena de la primera noche en Madrid, declaró que se sentía como fulminado y la irritaba con sus permanentes declaraciones de amor. Incluso pidió a Gonzalo la mano de la joven.
—José Suárez te pidió ayer mi mano, y Don Carlos Vargas se me ha declarado hoy mientras cabalgábamos, por el parque. Estos madrileños son un poco impulsivos, ¿verdad? Bien, ¡no quiero verlos más! Es ridículo que crean que todas las jóvenes que vienen a Madrid están buscando marido. Y afirmar que están enamorados, cuando apenas me conocen... ¡es absurdo! –dijo Sara a su hermano, que se divirtió mucho con el estallido de la joven.
Aquella noche era el primer baile de Sara. Llevaba esperando ese momento desde hacia un mes o, más exactamente, desde que había apremiado al marido de Lola con el fin de que le enseñase algunos pasos. Había reservado para aquella noche su mejor vestido y se sentía tan entusiasmada como un niño con un juguete nuevo. Hasta entonces, su temporada en Madrid no había sido lo que ella había previsto. ¡Pero aquella noche seria distinto! Y abrigaba la esperanza de que José y Don Carlos fuesen al baile, porque estaba decidida a ignorarlos.
*Chicas si os parece bien seguiré poniéndoos los dos, que me encantan ambos.. os parece bien????
Y ahora aprovecho para colgaros uno de cada, por que no se cuando me va a dejar el pc hacerlo otra vez, que va de mal en peor, jeje.
Os hecho mucho de menos mis niñas. Besotes.
3 comentarios:
A mi me gustan los dos relatos, así que por mi... perfecto. (y gracias)
Besos.
María A.
Himara pon los dos. Diosss estoy deseando ver es baile, ahí seguro que está ese hombre de ojazos oscuros.
Un beso
Blue.
Por mí los dos Himaras o tres...o cuatro... jajajjjaj aunque luego me los tenga que leer de seguido jajajajajaj hoy tengo tajá para rato jajajajaj Muaaaaaaaacks!!!
Sarita va a quedar encandilada en el baile me parece a mí jajajaj
Ayla.
Publicar un comentario