30 octubre 2011

Farsante,1º

Las olas chocan embravecidas contra la popa del barco, haciendo que ella pierda el equilibrio constantemente. Después de 20 días en alta mar sin complicaciones, en los últimos tres días el tiempo ha ido empeorando a marchas forzadas. El presuntuoso capitán Fernández “como es posible que se llamase como su peor enemigo” había afirmado esa misma mañana que en la noche ya la tormenta habría pasado pero se había equivocado completamente y el tiempo solo había ido a peor. Se agarra como puede a los postes de donde cuelgan los camastros. Esta empapada y tiembla de frió, los pantalones y la camisa se le pegan al cuerpo marcando todas sus curvas. Tiene que cambiarse de muda antes de que amaine la tempestad y ya todos los marineros bajen a la bodega para acostarse en sus hamacas. Nadie sabe que es una chica, salvo su padre que la acompaña en este viaje. Un viaje, que más que viaje, es una locura, pero que se han visto obligados a realizar sin remedio alguno. 


Francisco Miranda, gobernador de la isla de Altea y su hija Sara, se habían visto obligados a emplearse, escondiendo ella su sexo con ropa de chico y cortando su bello cabello rubio que ocultaba con un sombrero viejo, como marinero y grumete respectivamente, cuando tras un golpe de estado, usando las más viles artimañas, su hasta ahora mejor amigo Tomás Fernández, se había echo con el poder y les había puesto, a ambos, precio a sus cabezas. 


A Tomás no le tembló la mano al sellar la orden de búsqueda y captura contra Paco, como afectuosamente todos los habitantes de la isla lo llamaban, y contra Sara, su única hija. Muchacha de gran corazón, querida y apreciada por todos los que tenían el placer de conocerla. Pues a pesar de ser la hija del gobernador, se la podía ver jugando en la plaza, nadando, solo en enaguas, en las aguas cristalinas de la bahía o peleando a pedradas, mientras usaba un lenguaje impropio de una dama, con los chavales de la plantación. Dejando muchas veces sus modales, a pesar de que su madre se empeñaba en que se comportara como una señorita, mucho que desear. Afortunadamente Dolores Castro, su bienamada esposa, no se encontraba en la isla en ese momento. Su padre, la había requerido, casi dos meses antes, para ultimar los preparativos de la boda de Silvia, su hermana, con el Marqués Montoya de los Cachis. Y gracias a eso, su cabeza en estos momentos, no pendía de un hilo. El nuevo gobernador, no sintió remordimientos ni por la gran amistad que desde niños y hasta ese momento les había unido, ni por ser el padrino de la niña. A la que había visto crecer hasta casi hacerse mujer. Mucho menos la iba a sentir por la mujer, a la que había amado en su juventud y que sin querer dañarlo, se había enamorado de su mejor amigo. 


Los acontecimientos se sucedieron demasiado rápido. El gobernador, buen amigo y en ocasiones ingenuo, no sospechaba nada. Tomás había sido muy astuto escondiendo sus pretensiones hasta el final. Entró en su residencia acompañado de sus guardias, los que se suponían eran leales a la corona, mientras ellos cenaban y ya nada pudieron hacer para deponer sus planes. Afortunadamente, los mandó a encerrar juntos en la alcoba principal. Tenía todo bajo control y padre e hija ya no suponían ningún peligro. Estaba orgulloso de si mismo y para celebrarlo iba a disfrutar, junto a sus hombres, del mejor ron de caña que guardaba su amigo en el aparador de la sala. Sin sospechar siquiera que con la ayuda de Rita, la nana de su ahijada, sus prisioneros iban a escapar. 


Estuvieron varios días escondidos en la plantación y otros varios en la playa. Una cueva les había servido de refugio. Sara, buena conocedora del terreno, se había encargado de que Tomás y sus hombres no los encontraran. Y el le había dado gracias a Dios por ello. Le importaba poco morir en cualquier momento, pero no iba a permitir que Tomás le pusiera un solo dedo encima a su niña. Mucho menos que la obligase a contraer matrimonio con él. Si no había tenido a la madre, por encima de su cadáver iba a tener a la hija. 


En los días sucesivos Tomás se había dedicado a comprar con dinero a sus comunes amigos, dinero sucio obtenido del contrabando y del trato con vulgares piratas y corsarios, a los cuales ya no podían recurrir en busca de ayuda. Estaban solos, ya no había opciones para salir de la isla y tampoco podían pasar un minuto más escondidos, sin arriesgarse inútilmente. En la aldea, tras el decreto de busca y captura con una recompensa de 500.000 libras por sus pellejos, los había capaces de desollarlos vivos ante tal cantidad de monedas. Y así, temiendo por sus vidas, se habían visto obligados a solicitar trabajo en un barco mercante que zarpaba de Altea tras varios días repostando y adquiriendo provisiones para un largo viaje. Si les daban faena viajarían desde las Indias Occidentales hasta el puerto de Cádiz y desde allí, con las pocas alhajas que Sara había podido coger del joyero de su madre, hasta Madrid para reunirse con su familia.


La tempestad empeora por momentos y los relámpagos iluminan la negra noche mientras las olas chocan contra el barco. Salvajemente parecen querer imponerle su voluntad y medirse en un duelo a muerte con el. Que intenta, poniendo en ello todo su empeño y su nervio, agarrarse al timón para controlar la nave que se zarandea violentamente. Además la intensa niebla, tan solo disipada por las gotas de lluvia, no lo deja ver más allá de dos palmos de su nariz lo que le dificulta todavía más la labor. 
Y si bien este brutal fenómeno de la naturaleza lo excita más que cualquier otra cosa en el mundo, esta noche esta muy perturbado. Sabe que tiene que mantener la serenidad e intentar salir triunfante guiando el navío hacia un mar en calma, no obstante esta intranquilo y sacudiendo la cabeza intenta ahuyentar los pensamientos que lo atormentan. Sin poderlo evitar siente como se lo llevan los demonios. Todo el que lo conoce y el mismo, lo consideran un hombre integro, honesto y ético. Y aunque a veces, muchas veces, se comporte de forma libertina y libidinosa con las mujeres y que nadie podría acusarlo nunca de ser un caballero pues no rige ni su vida, ni su barco por las ridículas reglas de sociedad, no es un degenerado ni un depravado, que es como ahora mismo se siente y lo que lo esta volviendo loco, atraído por jovencitos. 
Iracundo aprieta el timón hasta que los nudillos se le ponen blancos y siente la madera humedecida hundiéndosele en las palmas de las manos mientras aprieta la mandíbula hasta que la nota a punto de estallar. No entiende el cosquilleo y la emoción que poseyó su cuerpo al estrechar la espalda de la criatura contra su pecho. Ni las ansias que lo habían poseído al sentir su trasero apretarse contra su masculinidad y sentir su aroma embriagarlo por completo. Jamás en la vida pensó sentir repugnancia de si mismo, pero el hecho de haberse excitado al abrazar a su pequeño grumete para salvarlo de caer al mar, lo hace sentirse despreciable. Tanto que casi desea no haberlo salvado y que el cuerpo del muchacho yaciera en estos momento, en el fondo del mar.


Sabe que no es el momento para analizar su reacción y a duras penas consigue concentrarse en el timón, su experiencia en este tipo de tormentas le ha demostrado que solo, mirando al enfurecido mar a la cara y haciéndole frente sin miedo, puede hacer que salgan invictos de la tormenta. Esta preocupado por su tripulación, ya son varias las horas que dura la tempestad y no se ve que vaya aflojar de momento. Y en los instantes en que la lluvia lo deja divisar a sus hombres. Los ve atados a los mástiles y a las barandas impotentes ante la fuerza impetuosa de las olas. Solo los mejores marineros pueden soportar el temporal a la intemperie, por ello a los más inexpertos y jóvenes se les ordeno permanecer en la bodega. Una orden que todos, en realidad solo tres chavales, habían tenido a bien respetar a excepción del mas joven y mas novato de todos. Por lo que al día siguiente probaría el látigo en su espalda, acusado de desobedecer una orden directa y poner su vida y la de su capitán, en peligro.


El segundo oficial de a bordo permanece a su lado en el puente de mando. A pesar de su aspecto bonachón, algunos dirían que simplón. Es un hombre muy observador que adora a su capitán, al que considera más que un amigo, un hermano. Un capitán que maneja el “San Antonio” con mano férrea pero justa a la vez. Y por el que daría la vida si fuese necesario pues es la única familia que le queda. 
Ambos se habían criado en la misma taberna de marineros, rodeados de vicio y libertinaje. Los dos son bastardos repudiados por sus respectivos padres y a los que sus madres les habían dado un techo y a veces un plato de comida pero nunca amor fraternal, nunca amor desinteresado. Desde muy pequeños habían aprendido juntos a buscarse la vida. Ya con cinco o seis años eran capaces de vaciarle el bolsillo a cualquier hombre sin que este se percatara de su presencia. 
Al ir creciendo formaron un buen equipo, Mariano acechaba a los huéspedes de la cantina hasta que estos subían, acompañados de alguna prostituta, a una de las habitaciones. Controlaba al dedillo cuanta cantidad de ron había ingerido y cuanto tiempo tardaría en caer inconciente después de haberse pasado por la piedra a la mujerzuela de turno. Y nunca se equivocaba, por lo que cuando Lucas entraba a desplumarlo sin que nadie se percatase de su presencia, ya el pobre infeliz descansaba en los brazos de Morfeo.
En todos los años que pasaron delinquiendo en la taberna nunca lograron pilarlos. Asimilaron pronto que si mostraban a alguien, por ejemplo sus madres, sus mañas, tendrían que trabajar en beneficios de otros. Lo habían visto muchas veces, así que tan solo confiaban en si mismos. 
Una gastada caja de hojalata les servia para guardar todos su botines a buen recaudo. No hacían particiones de ningún tipo. Juntos habían pasado desdichas y juntos dejarían de pasarlas. Si desde siempre habían compartido el mas mísero mendrugo de pan, también compartirían, llegado el caso, el mas exquisito de los manjares.
Al hacerse hombres, dejaron atrás los pequeños hurto y se dedicaron al juego, así se habían hecho con el “San Antonio” y por que no decirlo, a las artes amatorias. En lo primero ambos eran excepcionales. Sin embargo a Mariano posiblemente se le daba mejor, aparte de ser mejor tramposo al ser mas observador su cara de “tonto” también lo ayudaba, todos comentaban que no había manera de diferenciar cuando mentía a cuando decía la verdad y eso le daba alguna superioridad. En lo segundo Lucas “el lince”, como todos lo llamaban pues tenia la agilidad y la fiereza de un felino, le sacaba mucha ventaja. No había fémina que pudiese resistirse a sus encantos, a sus profundos ojos negros y su tez morena, a su largo cabello ni a su burlona sonrisa. Por ello, no había puerto donde no lo esperase una mujer dispuesta a satisfacerle todos sus deseos carnales y alegrarle sus noches en tierra. Mujeres que aun siendo consideradas damas, se comportaban entre sus brazos como mujerzuelas, semejantes a las que le habían enseñado todo, en su más tierna juventud. Mujeres que esperaban secretamente convertirse en la mujer definitiva en su vida, la que consiguiese borrar toda la amargura de su alma y conquistar su corazón sin saber que a el, al capitán Fernández, las mujeres en general tan solo le servían para aplacar sus instintos de hombre, sin hacer deferencias entre unas y otras y por ello, tan solo por ello, lo único que le producían era desprecio
Las olas chocan embravecidas contra la popa del barco, haciendo que ella pierda el equilibrio constantemente. Después de 20 días en alta mar sin complicaciones, en los últimos tres días el tiempo ha ido empeorando a marchas forzadas. El presuntuoso capitán Fernández “como es posible que se llamase como su peor enemigo” había afirmado esa misma mañana que en la noche ya la tormenta habría pasado pero se había equivocado completamente y el tiempo solo había ido a peor. Se agarra como puede a los postes de donde cuelgan los camastros. Esta empapada y tiembla de frió, los pantalones y la camisa se le pegan al cuerpo marcando todas sus curvas. Tiene que cambiarse de muda antes de que amaine la tempestad y ya todos los marineros bajen a la bodega para acostarse en sus hamacas. Nadie sabe que es una chica, salvo su padre que la acompaña en este viaje. Un viaje, que más que viaje, es una locura, pero que se han visto obligados a realizar sin remedio alguno. 


Francisco Miranda, gobernador de la isla de Altea y su hija Sara, se habían visto obligados a emplearse, escondiendo ella su sexo con ropa de chico y cortando su bello cabello rubio que ocultaba con un sombrero viejo, como marinero y grumete respectivamente, cuando tras un golpe de estado, usando las más viles artimañas, su hasta ahora mejor amigo Tomás Fernández, se había echo con el poder y les había puesto, a ambos, precio a sus cabezas. 


A Tomás no le tembló la mano al sellar la orden de búsqueda y captura contra Paco, como afectuosamente todos los habitantes de la isla lo llamaban, y contra Sara, su única hija. Muchacha de gran corazón, querida y apreciada por todos los que tenían el placer de conocerla. Pues a pesar de ser la hija del gobernador, se la podía ver jugando en la plaza, nadando, solo en enaguas, en las aguas cristalinas de la bahía o peleando a pedradas, mientras usaba un lenguaje impropio de una dama, con los chavales de la plantación. Dejando muchas veces sus modales, a pesar de que su madre se empeñaba en que se comportara como una señorita, mucho que desear. Afortunadamente Dolores Castro, su bienamada esposa, no se encontraba en la isla en ese momento. Su padre, la había requerido, casi dos meses antes, para ultimar los preparativos de la boda de Silvia, su hermana, con el Marqués Montoya de los Cachis. Y gracias a eso, su cabeza en estos momentos, no pendía de un hilo. El nuevo gobernador, no sintió remordimientos ni por la gran amistad que desde niños y hasta ese momento les había unido, ni por ser el padrino de la niña. A la que había visto crecer hasta casi hacerse mujer. Mucho menos la iba a sentir por la mujer, a la que había amado en su juventud y que sin querer dañarlo, se había enamorado de su mejor amigo. 


Los acontecimientos se sucedieron demasiado rápido. El gobernador, buen amigo y en ocasiones ingenuo, no sospechaba nada. Tomás había sido muy astuto escondiendo sus pretensiones hasta el final. Entró en su residencia acompañado de sus guardias, los que se suponían eran leales a la corona, mientras ellos cenaban y ya nada pudieron hacer para deponer sus planes. Afortunadamente, los mandó a encerrar juntos en la alcoba principal. Tenía todo bajo control y padre e hija ya no suponían ningún peligro. Estaba orgulloso de si mismo y para celebrarlo iba a disfrutar, junto a sus hombres, del mejor ron de caña que guardaba su amigo en el aparador de la sala. Sin sospechar siquiera que con la ayuda de Rita, la nana de su ahijada, sus prisioneros iban a escapar. 


Estuvieron varios días escondidos en la plantación y otros varios en la playa. Una cueva les había servido de refugio. Sara, buena conocedora del terreno, se había encargado de que Tomás y sus hombres no los encontraran. Y el le había dado gracias a Dios por ello. Le importaba poco morir en cualquier momento, pero no iba a permitir que Tomás le pusiera un solo dedo encima a su niña. Mucho menos que la obligase a contraer matrimonio con él. Si no había tenido a la madre, por encima de su cadáver iba a tener a la hija. 


En los días sucesivos Tomás se había dedicado a comprar con dinero a sus comunes amigos, dinero sucio obtenido del contrabando y del trato con vulgares piratas y corsarios, a los cuales ya no podían recurrir en busca de ayuda. Estaban solos, ya no había opciones para salir de la isla y tampoco podían pasar un minuto más escondidos, sin arriesgarse inútilmente. En la aldea, tras el decreto de busca y captura con una recompensa de 500.000 libras por sus pellejos, los había capaces de desollarlos vivos ante tal cantidad de monedas. Y así, temiendo por sus vidas, se habían visto obligados a solicitar trabajo en un barco mercante que zarpaba de Altea tras varios días repostando y adquiriendo provisiones para un largo viaje. Si les daban faena viajarían desde las Indias Occidentales hasta el puerto de Cádiz y desde allí, con las pocas alhajas que Sara había podido coger del joyero de su madre, hasta Madrid para reunirse con su familia.


La tempestad empeora por momentos y los relámpagos iluminan la negra noche mientras las olas chocan contra el barco. Salvajemente parecen querer imponerle su voluntad y medirse en un duelo a muerte con el. Que intenta, poniendo en ello todo su empeño y su nervio, agarrarse al timón para controlar la nave que se zarandea violentamente. Además la intensa niebla, tan solo disipada por las gotas de lluvia, no lo deja ver más allá de dos palmos de su nariz lo que le dificulta todavía más la labor. 
Y si bien este brutal fenómeno de la naturaleza lo excita más que cualquier otra cosa en el mundo, esta noche esta muy perturbado. Sabe que tiene que mantener la serenidad e intentar salir triunfante guiando el navío hacia un mar en calma, no obstante esta intranquilo y sacudiendo la cabeza intenta ahuyentar los pensamientos que lo atormentan. Sin poderlo evitar siente como se lo llevan los demonios. Todo el que lo conoce y el mismo, lo consideran un hombre integro, honesto y ético. Y aunque a veces, muchas veces, se comporte de forma libertina y libidinosa con las mujeres y que nadie podría acusarlo nunca de ser un caballero pues no rige ni su vida, ni su barco por las ridículas reglas de sociedad, no es un degenerado ni un depravado, que es como ahora mismo se siente y lo que lo esta volviendo loco, atraído por jovencitos. 
Iracundo aprieta el timón hasta que los nudillos se le ponen blancos y siente la madera humedecida hundiéndosele en las palmas de las manos mientras aprieta la mandíbula hasta que la nota a punto de estallar. No entiende el cosquilleo y la emoción que poseyó su cuerpo al estrechar la espalda de la criatura contra su pecho. Ni las ansias que lo habían poseído al sentir su trasero apretarse contra su masculinidad y sentir su aroma embriagarlo por completo. Jamás en la vida pensó sentir repugnancia de si mismo, pero el hecho de haberse excitado al abrazar a su pequeño grumete para salvarlo de caer al mar, lo hace sentirse despreciable. Tanto que casi desea no haberlo salvado y que el cuerpo del muchacho yaciera en estos momento, en el fondo del mar.


Sabe que no es el momento para analizar su reacción y a duras penas consigue concentrarse en el timón, su experiencia en este tipo de tormentas le ha demostrado que solo, mirando al enfurecido mar a la cara y haciéndole frente sin miedo, puede hacer que salgan invictos de la tormenta. Esta preocupado por su tripulación, ya son varias las horas que dura la tempestad y no se ve que vaya aflojar de momento. Y en los instantes en que la lluvia lo deja divisar a sus hombres. Los ve atados a los mástiles y a las barandas impotentes ante la fuerza impetuosa de las olas. Solo los mejores marineros pueden soportar el temporal a la intemperie, por ello a los más inexpertos y jóvenes se les ordeno permanecer en la bodega. Una orden que todos, en realidad solo tres chavales, habían tenido a bien respetar a excepción del mas joven y mas novato de todos. Por lo que al día siguiente probaría el látigo en su espalda, acusado de desobedecer una orden directa y poner su vida y la de su capitán, en peligro.


El segundo oficial de a bordo permanece a su lado en el puente de mando. A pesar de su aspecto bonachón, algunos dirían que simplón. Es un hombre muy observador que adora a su capitán, al que considera más que un amigo, un hermano. Un capitán que maneja el “San Antonio” con mano férrea pero justa a la vez. Y por el que daría la vida si fuese necesario pues es la única familia que le queda. 
Ambos se habían criado en la misma taberna de marineros, rodeados de vicio y libertinaje. Los dos son bastardos repudiados por sus respectivos padres y a los que sus madres les habían dado un techo y a veces un plato de comida pero nunca amor fraternal, nunca amor desinteresado. Desde muy pequeños habían aprendido juntos a buscarse la vida. Ya con cinco o seis años eran capaces de vaciarle el bolsillo a cualquier hombre sin que este se percatara de su presencia. 
Al ir creciendo formaron un buen equipo, Mariano acechaba a los huéspedes de la cantina hasta que estos subían, acompañados de alguna prostituta, a una de las habitaciones. Controlaba al dedillo cuanta cantidad de ron había ingerido y cuanto tiempo tardaría en caer inconciente después de haberse pasado por la piedra a la mujerzuela de turno. Y nunca se equivocaba, por lo que cuando Lucas entraba a desplumarlo sin que nadie se percatase de su presencia, ya el pobre infeliz descansaba en los brazos de Morfeo.
En todos los años que pasaron delinquiendo en la taberna nunca lograron pilarlos. Asimilaron pronto que si mostraban a alguien, por ejemplo sus madres, sus mañas, tendrían que trabajar en beneficios de otros. Lo habían visto muchas veces, así que tan solo confiaban en si mismos. 
Una gastada caja de hojalata les servia para guardar todos su botines a buen recaudo. No hacían particiones de ningún tipo. Juntos habían pasado desdichas y juntos dejarían de pasarlas. Si desde siempre habían compartido el mas mísero mendrugo de pan, también compartirían, llegado el caso, el mas exquisito de los manjares.
Al hacerse hombres, dejaron atrás los pequeños hurto y se dedicaron al juego, así se habían hecho con el “San Antonio” y por que no decirlo, a las artes amatorias. En lo primero ambos eran excepcionales. Sin embargo a Mariano posiblemente se le daba mejor, aparte de ser mejor tramposo al ser mas observador su cara de “tonto” también lo ayudaba, todos comentaban que no había manera de diferenciar cuando mentía a cuando decía la verdad y eso le daba alguna superioridad. En lo segundo Lucas “el lince”, como todos lo llamaban pues tenia la agilidad y la fiereza de un felino, le sacaba mucha ventaja. No había fémina que pudiese resistirse a sus encantos, a sus profundos ojos negros y su tez morena, a su largo cabello ni a su burlona sonrisa. Por ello, no había puerto donde no lo esperase una mujer dispuesta a satisfacerle todos sus deseos carnales y alegrarle sus noches en tierra. Mujeres que aun siendo consideradas damas, se comportaban entre sus brazos como mujerzuelas, semejantes a las que le habían enseñado todo, en su más tierna juventud. Mujeres que esperaban secretamente convertirse en la mujer definitiva en su vida, la que consiguiese borrar toda la amargura de su alma y conquistar su corazón sin saber que a el, al capitán Fernández, las mujeres en general tan solo le servían para aplacar sus instintos de hombre, sin hacer deferencias entre unas y otras y por ello, tan solo por ello, lo único que le producían era desprecio

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